Blogia
El rincón de Irenia

El jardín de los senderos que se bifurcan

El origen del turrón

El origen del turrón

El siguiente artículo no lo he escrito yo. Lo ha escrito una amiga mía que está trabajando en un libro sobre repostería española, pero al leerlo y dadas las fechas en las que nos encontramos, no he podido resistirme a colgarlo. Felices Fiestas

Existen varias hipótesis sobre el origen de este popularísimo dulce navideño. La leyenda dice que su invención se remonta al Siglo XVIII, durante un certamen de cocina convocado por las autoridades locales en pleno sitio a Catalunya, al parecer con el doble propósito de elevar la moral de la población y de sacar partido a las escasas reservas de alimentos de la ciudad (que prácticamente estaban limitadas a almendras y miel). Según esta leyenda, el pastelero Pablo Turrons se proclamó ganador con la invención de esta exquisita golosina.

Sin embargo otras historias atribuyen un origen árabe a este dulce, como a tantas otras recetas basadas en la almendra; y no sería de extrañar que el pastelero Turrons hubiese encontrado su inspiración en alguna receta antigua a la que sin duda añadiría sus propias modificaciones para dar lugar al turrón de hoy.

Hay quienes aseguran que desde fechas muy antiguas, en el industrioso pueblo alicantino de Jijona o Xixona, ya se fabricaban unos dulces blandos y cremosos con frutos secos, invención de origen hispano-árabe o sefardita. Otros autores, en cambio, atribuyen su origen a dos postres españoles elaborados con nueces, miel y especias: los alfajores de Andalucía y el alajú de Cuenca.

Las primeras noticias oficiales sobre la popularidad del turrón datan del reinado de Felipe II: durante las Navidades de 1584, en Alicante, el monarca ordenó preparar turrón para agasajar a una delegación diplomática procedente de Japón. Para sorpresa general, los invitados japoneses declararon conocer ya los turrones de Jijona y Alicante, puesto que cada año los propios turroneros de Jijona los vendían personalmente incluso en tan lejanas islas orientales.

¿Cuál es el secreto del turrón? Trabajo y paciencia, ya que su elaboración utiliza unos ingredientes muy sencillos pero combinados sabiamente.

El elixir de la eterna juventud

El elixir de la eterna juventud Estos días he estado investigando acerca de los métodos y las creencias que la humanidad ha tenido desde siempre para hallar la inmortalidad o el elixir de la eterna juventud.

Aquí dejo el artículo que he redactado.


El elixir de la eterna juventud

La búsqueda de la inmortalidad o del elixir de la eterna juventud existen desde que la humanidad es consciente que es mortal.

Las culturas primitivas consideraban que la sangre de los animales transmitía energía vital y por eso se la bebían.

Los egipcios desarrollaron buena parte de su cultura en la creencia de que el faraón era un ser inmortal, de ahí la importancia que daban a la construcción de las pirámides y a todo el proceso de momificación.

Posteriormente se consideró que el aliento era el transmisor de la vida. Se creía que con el último aliento se expulsaba el alma y que el aliento divino otorgaba la vida. Así, el romano Claudio Hermippus afirmaba haber vivido 115 años al aspirar de forma continua el aliento de las jovencitas.

Otro de los grandes mitos de la inmortalidad es la búsqueda del Grial. En los siglos XII y XIII se formó el mito del Grial; este proceso consistió en cristianizar la tradición celta existente. El primero que escribió una historia sobre la búsqueda del Grial fue Chrétien de Troyes, aunque quedó incompleta por al muerte del autor. Este primer relato, sin embargo, ni conserva íntegramente sus rasgos celtas ni tampoco propone una interpretación cristiana. Poco después del relato de Chrétien, Robert de Boron, escribió una trilogía en a que se argumenta de manera definitiva el sentido cristiano al mito. Su historia transcurre en tiempos de José de Arimatea y el Grial es el vaso en que se recogió la sangre de Cristo.

En la edad media, las historias servían para educar a quienes las oían. Así, no es de extrañar que uno de los motivos de las cruzadas fuese hallar el santo Grial que, según decían, confería la inmortalidad o curaba a quién bebía de él.

Al mismo tiempo, mientras los caballeros iban a Jerusalén para conquistar lo que ellos denominaban territorio santo, los alquimistas buscaban con sus pócimas hallar la piedra filosofal para poder convertir todos los metales en oro y encontrar el elixir de la vida que les permitiese lograr la inmortalidad. De esta manera, hacia el siglo X en China se descubrió la pólvora. Se tiene constancia que en esa época se comenzaron a vender elixires milagrosos de manera ambulante por toda Europa.

En la época del Renacimiento la búsqueda de la fuente de la eterna juventud se asoció con la de El Dorado.

En los siglos XVI y XVII fueron habituales las historias que narraban rejuvenecimientos súbitos entre los alquimistas y las prolongaciones antinaturales de sus vidas gracias a la disolución de la piedra filosofal en agua destilada. Decían que la sustancia resultante era capaz de eliminar de manera selectiva el agua pesada de los tejidos haciendo que estos no envejecieran. Se creía que al tomar una gota de este elixir cada seis meses se eliminaban todas las toxinas del cuerpo, aunque luego se caían las uñas, los dientes, los cabellos, que posteriormente volvían a nacer; también se decía que desaparecía la necesidad de comer y la de evacuar y la transpiración era más que suficiente para eliminar líquidos. Lo que sí es cierto es que se conoce la fecha de nacimiento de muchos alquimistas pero no la de su muerte.

A medida que el tiempo iba pasando se hacía evidente que los métodos que se probaban para conseguir el elixir de la eterna juventud, fracasaban. Los sistemas cada vez se hacían más pintorescos e incluso extravagantes.

En la Edad Moderna aparecieron un conjunto de personajes que probaron una serie de técnicas según ellos infalibles para regenerar el cuerpo y poder vivir más.

Así, el conde de Cagliostro, noble nacido en Palermo en 1743, ideó un sistema similar al de los capullos de seda: la persona que quería regenerarse debía desnudarse, tumbarse en una cama, envolverse en una manta y durante un mes alimentarse solamente de caldo de pollo. Cagliostro afirmaba que pasados unos días el individuo perdería el pelo y los dientes hasta debilitarse al máximo, pero a partir de ahí comenzaría un proceso regenerativo que le devolvería los dientes, el pelo y la juventud. Obviamente, la persona que se sometiese a este “tratamiento” cumpliría la primera parte por la acción del escorbuto al no tomar nada de vitamina C, pero jamás recuperaría los dientes, el pelo y aún menos la juventud.

En 1777 murió Johannes de Philadelphia, un brujo de Gottinga conocido entre la nobleza por sus trucos de magia. Cuenta la leyenda que los restos del brujo fueron encerrados en un tonel con una pócima creada por él. Éste se abrió a destiempo y en su interior encontraron los restos de un embrión humano a medio desarrollar.

El alquimista más conocido del siglo XVIII fue el conde de Saint Germain de quien Voltaire hace referencia en más de una ocasión. Su primera aparición fue en Londres en el año 1743 y ya se rumoreaba que era mucho mayor de lo que aparentaba. Saint Germain tuvo la destreza de hablar de diferentes acontecimientos históricos del pasado de manera que parecía que había sido un testigo ocular y afirmaba haber conocido a Julio César y a Poncio Pilatos. Quienes le conocieron notaron que nunca parecía cansado, jamás comía ni bebía en público e ignoraba sexualmente a las mujeres. Murió en 1784 en el castillo de Carlos de Hesse-Cassel en Landgrave mientras éste estaba ausente, aunque muchos aseguraron haberle visto posteriormente en distintos lugares y en diferentes fechas hasta bien entrado el siglo XX.

Con el desarrollo de la ciencia se comenzaron a buscar otros sistemas para alargar la vida y aparentar la juventud, así cada vez se crearon más cosméticos y progresó una parte importante de la medicina moderna.

La búsqueda del Santo Grial - Victoria Cirlot

La búsqueda del Santo Grial -  Victoria Cirlot El miércoles de la semana pasada comenté que zapeando había dado con una interesante entrevista con Victoria Cirlot, una de las mejores especialistas en el ciclo artúrico de este país.

Ahora, buscando material para el trabajo, he dado con un artículo suyo publicado en la revista Historia de Nacional Geographic sobre la búsqueda del Santo Grial.

Interesantísimo.

Un mito para occidente. La Búsqueda del Grial

El mito del Grial o del Santo Grial es esencialmente una aventura iniciática, la de la búsqueda de un extraño objeto de propiedades maravillosas por parte de un joven caballero, casto e ingenuo, que, tras un primer fracaso, empeña su vida en esa quimérica persecución. El Grial tiene un halo mágico y un claro simbolismo cristiano ya en nuestro primer narrador, el novelista Chrétien de Troyes, en su inacabado relato El cuento del Grial, que perdura en la gran novela alemana Parzival, de Wolfram von Eschenbach. Unas veces el Grial es un amplio recipiente, sobre el que se lleva una hostia consagrada para un rey tullido; otras (en el relato galés de Peredur) una bandeja con una cabeza que exige venganza, o bien (en Parzival) una piedra mágica sobre la que desciende el Espíritu Santo.

El primer buscador del Grial
Una noche, en el castillo de un valle, un joven caballero asiste a una escena maravillosa. Sentado en un lecho junto al señor del castillo en el que se aloja ve aparecer, mientras esperan la cena y durante la misma, a un cortejo formado por vanos personajes entre los que destacan un criado que sostiene una lanza sangrante, y una hermosa doncella que entre sus manos lleva un «grial» que despren de un gran resplandor. El joven no pregunta por aquella maravilla que pasa delante de él para desaparecer en una habitación contigua. El cortejo sale de la habitación y vuelve a pasar delante de él, pero el joven continúa en silencio, pensando que ya preguntará al día siguiente. Pero cuando se despierta por la mañana comprueba que el castillo se halla desierto y que ya no hay nadie a quién preguntar.

El suceso habría permanecido en el más completo misterio si aquella misma mañana el muchacho no se hubiera encontrado con una doncella que le aclara algo de lo sucedido: el señor del castillo era el Rico Rey Pescador, tullido por haber sido herido por una jabalina entre las piernas, y el cortejo al que había asistido no era otro sino el cortejo del Grial. El joven caballero, que hasta el momento no ha recibido nombre alguno en el relato, después de oír a la doncella, «adivina su nombre» y dice llamarse Perceval (del francés: percer le val, «cruzar el valle», «penetrar en los secretos del valle»), con lo que se manifiesta el carácter fundamental de la aventura.

Una aventura ante la que el héroe ha fracasado. Su silencio será criticado por la doncella que resulta ser su prima. Ella lo asocia con el fallecimiento de la madre de Perceval -muerta del dolor por la partida de su hijo- y anuncia grandes males, entre ellos que la tierra quedará yerma. A pesar de todo, Perceval continúa su camino, que le conduce hasta la corte del rey Arturo, donde volverá a oír de nuevo en público, delante de todos los cortesanos de Camelot, las recriminaciones por su silencio en boca de un extraño personaje, la Doncella Fea en la mula. Pero en esta ocasión, las duras palabras de la horrible doncella se clavan en su corazón y le hacen hablar de un modo muy distinto al del resto de la caballería. Un nuevo horizonte se perfila en el pensamiento del héroe. Es un horizonte desconocido hasta el momento: una errancia sin descanso que habrá de conducirle hasta «saber por qué sangra la lanza» y «a quién se sirve con el Grial». Acaba de abrirse un nuevo espacio en el que comienza la búsqueda (queste) del Grial.
Este es el corazón del primer relato europeo sobre el Grial, iniciador de toda una poética dedicada a elaborar y reelaborar el mito. Escrito por Chrétien de Troyes en la corte de Felipe de Flandes hacia el año 1180, El cuento del Grial (Li Contes del Graal), tanto por su carácter inacabado como mucho más por el enigma que contenía, abrió un amplio campo de expectativas entre la nobleza francesa y alemana, que habría de verse satisfecho por casi un siglo de escritura: en Francia, desde las denominadas Continuaciones (cuatro romans en verso, compuestos entre 1190 y 1240, que trataron de «continuar» la obra de Chrétien) y la Historia del Santo Grial de Robert de Boron (1190), hasta los romans en prosa, como Perlesvaus o El alto libro del Graal de autor anónimo (1210) y La búsqueda del Santo Grial (Queste du saint Graal), también de autor anónimo (1235), y en Alemania, desde el Parzival de Wolfram von Eschenbach (ca. 1200) hasta El joven Titurel de Albrecht von Scharfenberg (ca. 1270). Son éstas las obras más importantes, las constructoras del mito, que no agotan en modo alguno todas las versiones y traducciones que llegaron a escribirse sobre él en la Europa medieval.

Un mito de origen celta
¿En qué consistió la elaboración del mito? O dicho de otro modo, ¿por qué se volvió una y otra vez sobre él generando tal intensidad de imaginación y escritura? Esta pregunta surge siempre que hay que vérselas con la historia del Grial, pues nos encontramos ante un material lleno de significado, absolutamente maleable y que justamente se muestra para ser moldeado. Del «trabajo en el mito» brotan nuevos significados que responden a las preguntas inquietantes que se formulan las diversas culturas a lo largo de los siglos. Concretamente en los siglos XII y XIII, en la época de formación y construcción del mito del Grial, el proceso de elaboración consistió en cristianizar una tradición celta. Si la obra novelística de Chrétien de Troyes y sus continuadores surgió de la denominada «materia de Bretaña», es decir, de las leyendas relacionadas con el mundo artúrico y de los relatos transmitidos por los bardos bretones (de la isla y del continente) en los que sobrevivían los restos de la antigua cultura celta, nunca antes una trama mítica había tendido tanto como la del Grial a revestirse de un significado cristiano.
En efecto, El cuento del Grial incitó a desarrollar y a profundizar progresivamente en su posible sentido religioso, que al comienzo sólo estaba veladamente sugerido. Una de las características más destacadas del arte narrativo de Chrétien radica en su ambigüedad y ciertamente en su relato el mito del Grial ni conserva íntegramente sus rasgos celtas ni tampoco propone una interpretación cristiana del mismo. Se sitúa en un punto medio en el que sobre todo lo que brilla es lo maravilloso. Con todo, es posible vislumbrar los restos de sus orígenes celtas.
En El cuento del Grial de Chrétien de Troyes, el castillo del Grial «aparece» de pronto ante la mirada atónita de Perceval que, al no poder atravesar un río, sigue los consejos de un anónimo pescador y sube a lo alto de una montaña. Una vez arriba y en contra de lo que se le había anunciado, Perceval no vislumbra ningún castillo, hasta que de pronto ve surgir en el valle unas torres. Se trata de un castillo maravilloso y la visita del héroe al mismo entronca con un género narrativo propio de las literaturas célticas, que suelen relatar las visitas de los héroes al Otro Mundo.

La iniciación heroica
La aventura del Grial en el relato de Chrétien es el centro de toda una serie de aventuras que tienen como finalidad mostrar el aprendizaje del héroe. Como todas las novelas artúricas, ésta también se caracteriza por ser un relato iniciático. La historia había comenzado en la casa de la madre del héroe que, tras la muerte de su marido y de sus otros hijos, decidió apartarlo totalmente de la corte y de la caballería. Su joven hijo vive en un estado semisalvaje, hasta que un día se encuentra con un grupo de caballeros y queda deslumbrado por la belleza de sus armas.
A partir de ese momento Perceval sólo piensa en dejar la casa de su madre y acudir a la corte del rey Arturo, que, según le han dicho los caballeros, es «el rey que entrega armas». Ante la decisión inquebrantable del hijo, la madre se limita a contarle la trágica historia de su padre y le da consejos que serán equivocadamente aplicados. Cuando su hijo parte, la madre cae desmayada de dolor junto al puente. El joven hijo de la viuda dama es presentado como un necio, un salvaje, un ignorante, y sus actos sólo mostrarán una gran confusión.

Con tintes cómicos trata Chrétien a este personaje que prosigue su camino hasta la corte del rey Arturo donde matará a un caballero, el llamado Caballero Bermejo, para quedarse con sus armas rojas. Una vez ha conquistado las armas, el joven se inicia en la caballería gracias a su maestro en armas Gomemanz de Goort. Pero una imagen le inquieta y decide abandonar el castillo de Gomemanz: es el recuerdo de su madre caída junto al puente. Los consejos de Gornemanz sustituyen a los consejos de su madre. Entre ellos, el maestro le aconseja no hablar demasiado. De nuevo será éste un consejo mal aplicado por parte del joven. En el camino de regreso a casa de la madre, el aprendiz de caballero encuentra el amor. En el castillo de Blanchefleur, el joven ejercitará las armas en defensa de la doncella desprotegida, de modo que cuando sale de allí se ha convertido en un caballero cortés al haber realizado la relación inextricable entre armas y amor propuesta por el modelo cortesano.
Y es en ese camino de retorno a casa de su madre cuando encuentra el castillo del Grial, que plantea una aventura desconocida, insospechada, más allá de todo presupuesto cortesano. Cuando ve aparecer la torre desde lo alto del risco, Perceval se dirige hacia el castillo donde es recibido como si todos le estuvieran esperando. El que antes había encontrado pescando, está ahora sentado y se disculpa de no levantarse, pues «no se puede valer». Ya sentado junto al señor del castillo, le traen una espada que difícilmente será ni mellada, ni quebrada, y que se ajusta perfectamente a su mano. Luego, en las versiones posteriores del mito, la espada rota será símbolo del fracaso del héroe. Pero en el roman de Chrétien funciona como prueba de que ha llegado el «esperado», el «elegido». Y en esto pasa el cortejo y el joven calla porque recuerda que su maestro en armas le aconsejó que no hablara demasiado. Y a la mañana siguiente encuentra a la doncella que explica algo de lo sucedido la noche anterior y sobre todo, le anuncia la muerte de su madre. El retomo a casa de la madre ya no tiene sentido.
La reaparición de la corte de Arturo marca, como siempre en este género literario, el final de un proceso: el joven que salió de casa de la madre como un ignorante se ha convertido ya en un perfecto caballero cortesano, como se pone de manifiesto en la conversación que mantiene Perceval con Gauvain después de una prodigiosa escena, la de las gotas de sangre sobre la nieve, en la que Perceval interioriza el amor por Blanchefleur como un amor de lejos. Y una vez en la corte de Arturo, viene el inmediato derrumbamiento del héroe ante la crítica de la Doncella Fea en la mula y la apertura de un inmenso horizonte de errancia que supone la búsqueda del Grial.

La cristianización del mito
Chrétien no prosigue la historia de Perceval, sino que da entrada a otro personaje, Gauvain, y sus aventuras, para de pronto volver a recuperar a nuestro héroe: han transcurrido cinco años y Perceval vive olvidado de Dios. En esta nueva aventura de Perceval sucede la incipiente cristianización del mito. Es el día de Viernes Santo, y Perceval encuentra a un ermitaño, con quien se confiesa. El ermitaño ofrece una nueva versión del suceso en el castillo del Grial, en la que sobre todo destaca el hecho de que el Grial se presenta como algo muy santo que contiene una hostia que mantiene con vida al Rey del Grial, quien se encuentra en la habitación contigua, y que no es ningún extraño para Perceval, sino que es el hermano de su madre, como el mismo ermitaño. El mismo Rey Pescador es primo de Perceval. Y después de esta aventura con el ermitaño Chrétien recupera a Gauvain y tras unos versos más, el relato queda interrumpido, según uno de sus continuadores a causa de la muerte del escritor de la Champaña.

Continuaciones de la leyenda
De entre las reelaboraciones del mito sobresale la de Wolfram von Escherbach que siguió literalmente el argumento trazado por Chrétien, al que cita en el epílogo como la fuente fundamental junto a un tal Kyot el provenzal nunca identificado. Wolfram amplió de forma considerable el relato llenando las elipsis tan queridas por Chrétien, y reinterpretó pasajes decisivos. Entre sus cambios el referido al propio Grial, que en el relato alemán ya no es un recipiente amplio, en forma de bandeja, sino una piedra misteriosa (lapis exillis, tal vez lapis ex coelis), y a ella se refiere la pregunta que el héroe tiene que formular en el castillo del Grial.
Poco después del relato de Chretien, otro escritor, Robert de Boron, escribió una trilogía de la que sé se ha conservado la primera parte y fragmentos de la segunda, pero en la que se argumentó de una manera definitiva el sentido cristiano del mito. Su Historia del Santo Grial transcurre en tiempos de José de Arimatea, y el Grial es el vaso en el que se recogió la sangre de Cristo y la lanza es la de Longinos que penetró el costado de Cristo. A partir de esta obra se aseguró la identificación cristiana de los objetos dentro de un ambientes en los que perduró el celtismo, como sucede en el Perlesvaus o en las Continuaciones.
La definitiva cristianización del mito la encontramos en La búsqueda del Grial, el segundo libro de la trilogía del Lanzarote en prosa (este Lanzarote en prosa es un extenso ciclo novelesco que reelabora la materia artúrica ampliando las aventuras caballerescas; se compone de un largo Lanzarote, La búsqueda del Santo Grial y La muerte del rey Arturo). Un nuevo héroe, el puro Galaad, se sitúa por encima de Perceval en una búsqueda que se va despojando de todo atributo mundano para ser una búsqueda espiritual. Galaad, el hijo de Lanzarote, nacido en una confusa noche de amor con una frágil princesa y educado por los monjes blancos, es puro y perfecto. Frente a él, Perceval resulta ingenuo y más mundano. Lanzarote, el gran caballero, está marcado por su pasión amorosa hacia la reina Ginebra. Sólo Galaad está predestinado a alcanzar el triunfo por su perfección espiritual.

La caballería celeste
El Grial es el centro de una experiencia visionaria y mística en que se despliegan los misterios divinos de la transubstanciación. El simbolismo místico del Grial, con sus disquisiciones eucarísticas, no dejaba de ser una doctrina heterodoxa que la Iglesia vio pronto con recelo y condenó después. Los clérigos que redactaron este hábeas novelesco, influidos por las doctrinas del Císter, prefirieron, con buenas razones, silenciar sus nombres. La búsqueda del Grial opone a los triunfos de la «caballería terrestre» los afanes trascendentes de la «caballería celeste». En la búsqueda del Grial fracasan los paladines mundanos, como Gauvain o Lanzarote. Sólo los puros de corazón, como Perceval, pueden alcanzar junto al nuevo paladín Galaad, el triunfo espiritual y acercarse a lo divino. Al final del relato, Galaad muere en pleno fulgor espiritual en la ciudad de Sarraz (una Jerusalén celeste) ante la visión de la copa, y una mano salida del cielo retira definitivamente el Grial de la tierra. En la última novela de la trilogía, La muerte del rey Arturo, se relatará el hundimiento trágico y las luchas fratricidas que acaban con la muerte del rey y sus mejores caballeros.
Tras esta obra, el mito del Grial generó ya pocos relatos originales. Salvo El joven Titurel de Albrecht von Scharfenberg, obra de gran extensión y complejidad, sólo aparecieron traducciones de las obras ya conocidas a otras lenguas y reescrituras, como por ejemplo la que se encuentra en La muerte de Arturo (1469-1470) del inglés sir Thomas Malory, en la que se recogen distintos mitos y temas para alcanzar, con un estilo brillante y vivaz, un auténtico compendio del universo artúrico.
Más allá de sus orígenes medievales, el mito del Grial, con sus múltiples interpretaciones, ha dejado una huella indeleble en el Occidente europeo. A través de recreaciones como el drama musical Parsifal de Wagner y, más tarde, las novelas de John Steinbeck (Los hechos del rey Arturo y El rey Arturo y sus caballeros) y Terence H. White (Camelot), esos ecos míticos y literarios llegan hasta nuestros días, no sólo por sus constantes reapariciones en la escritura y sobre todo en la cinematografía, sino porque albergan un modelo de pensamiento y sugieren un afán de aventuras que pueden ser considerados propiamente occidentales: la búsqueda (queste) y la pregunta (en latín, ambos proceden de la raíz del mismo verbo, quaerere) como actitud y riesgo en el enfrentamiento juvenil ante lo misterioso y trascendente.

El pleito de los delfines

El pleito de los delfines Estas vacaciones me regalaron una curiosa historia acontecida hace muchos años en Candás, un bello pueblo pesquero del concejo de Carreño, con la condición de que la explicase en este blog. Así que Así que cumpliré mi parte del trato.

Corría el año 1624. La costa de Candás estaba infestada de delfines. Estos se comían la pesca y destrozaban las redes y los demás utensilios de pesca. Los candasinos estaban desesperados.

La universidad de Oviedo hacía poco tiempo que se había inaugurado y aprovechando la infraestructura de la Universidad, los marineros decidieron llevar a los delfines a juicio. Escogieron a uno de sus catedráticos en derecho para que defendiese a los delfines y a otro para que fuese el fiscal.

El pleito fue ganado por los candasinos y el juez sentenció que los delfines debían abandonar la costa de Candás. El notario de la población se embarcó y, una vez estuvo en alta mar, leyó la sentencia a los delfines quienes la acataron y desaparecieron definitivamente de esas aguas.

Un monumento, obra del escultor Santarúa, conmemora este suceso insólito.

La leyenda de Huandoy y Huascarán

La leyenda de Huandoy y Huascarán La semana pasada gracias al trabajo descubrí esta preciosa leyenda sobre las montañas más elevadas de los Andes. A la izquierda tenéis a Huandoy que llora su pena sin cesar.

En el reino de la cordillera de los Andes, en el paraíso del valle del Callejón de Huaylas, vivían los dioses. El dios supremo, Inti (el sol), tenia una hija llamada Huandoy.

Huandoy era una bella joven. Su padre pensaba casarla para toda la eternidad con un dios de belleza similar, de iguales virtudes y tan poderoso como él. Pero en el corazón del valle, en el poblado de los yungas, Yungay, vivía un gentil y valiente joven mortal, llamado Huascarán, que se enamoró profundamente de Huandoy. Huandoy correspondía al gran amor de Huascarán.

Cuando el dios padre se enteró de los amores entre su hija y el joven mortal, le suplicó que le dejara, que vivir con un mortal no era conveniente para una diosa: pero la pasión de los jóvenes era superior a las súplicas del padre, a sus consejos y sermones.

Tan grande fue la rabia que sintió el dios supremo, Inti, ante la fuerza de este amor con un mortal, que maldijo a la pareja de amantes y los condenó para la eternidad a vivir separados. Los convirtió en dos grandes montañas de granito y los cubrió de nieves perpetuas para calmar su ardiente pasión. Entre las dos montañas situó un valle estrecho y profundo para que estuvieran totalmente aislados. En su furia, el dios padre elevó las montañas a una altura majestuosa, para que los jóvenes se pudieran ver, pero que nunca más se pudieran llegar a tocar.

Los enamorados lloran por su dolor, funden gota a gota la nieve que los cubre y sus llantos de amor se unen en un lago de color azul turquesa para toda la eternidad. Este lago recibe el nombre de Llanganuco y si un día vais a Perú lo encontraréis a una altitud de 3.400 metros sobre el nivel del mar. Las montañas que llevan los nombres de los príncipes Huandoy y Huascarán tienen una altitud de 6.560 metros y 6.768 metros: son las montañas más altas del valle y de todo el país.

Noticia curiosa

Noticia curiosa Un amigo me ha mandado esta tarde una noticia curiosa. Según él es uno de los motivos de que las catalanas vayamos hacia el Norte :DDD Os dejo aquí la noticia para que opinéis. Él ya tiene mi respuesta.

El semen de los barceloneses es de los peores del mundo; el de los
coruñeses está entre los mejores

El 65,6% de los barceloneses tiene un semen que no cumple con
los criterios de normalidad de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en
cuanto a número o movilidad de espermatozoides, por lo que se
considera "entre los peores del mundo", según un estudio del Institut
Marqués de Barcelona. Otro informe de la Maternidad de Nuestra Señora de
Belén de A Coruña revela que la calidad del semen de los coruñeses es de
las más elevadas del mundo.

El estudio, realizado a partir de 1.005 muestras de semen de hombres entre
18 y 65 años de Barcelona, su área metropolitana y la comarca del Vallès y
a 279 hombres en A Coruña, concluye que sólo el 34,4% de barceloneses
tienen un semen considerado "normal" por la OMS, tasa que se sitúa muy
por debajo de los coruñeses, entre los que el 59% tiene un nivel normal de
movilidad y de concentración de sus espermatozoides.

En cuanto a la calidad de su semen, los barceloneses se sitúan "entre los
peores del mundo", explicó la responsable del estudio y jefa del Servicio
de Esterilidad del Institut Marqués de Barcelona, Marisa López-Teijón. No
obstante, por debajo de los barceloneses, se encuentra la población
masculina de Tarragona. El estudio puntualiza que estos hombres no son
estériles, pero posiblemente su pareja tardará más tiempo en quedarse
embarazada o algunos requerirán ayuda médica para tener hijos.

Así, los espermatozoides tenían una buena movilidad en el 28,70% de las
muestras de semen de A Coruña, mientras que en Barcelona sólo se
detectó en un 14,40% de hombres, por encima de Tarragona, donde en un
estudio anterior se registró que sólo presentaba esta situación el 6,80% de
varones.

En cuanto a la concentración de espermatozoides, los hombres de la media
de países europeos tienen más de 75 millones por mililitro. Los varones de
A Coruña superan ampliamente este nivel, con 91,7 millones por mililitro,
mientras que Barcelona, con 59,3 millones, y Tarragona, con 65,9 millones,
no llegan a la media.

Por debajo de los barceloneses, se sitúan los daneses, que "tienen un
nivel de concentración de sus espermatozoides de 41 millones por mililitro,
situándose a mucha distancia de los finlandeses, que son los primeros en
este ránking, con 133 millones de esperamotozoides por mililitro", explicó
López-Teijón.

Las drogas no afectan a la calidad del semen

El estudio parece romper algunos de los mitos que hasta ahora explicaban
ciertos problemas de fertilidad masculina. Así, el 24% de encuestados en
Barcelona se declaró fumador. Sin embargo, tras evaluar la muestra de
semen los científicos no han detectado "ninguna diferencia respecto a los
no fumadores", según López-Teijón.

A pesar de ello, numerosos estudios científicos han demostrado que los
pesticidas con los que se trata la planta del tabaco pueden reducir la
fertilidad, "afectando la membrana del espermatozoide y su penetración en
el óvulo" o que el tabaco "puede dañar el código genético del
espermatozoide", aseguró.

Tampoco afecta a la calidad del semen haber recibido un golpe en los
testículos, la edad del hombre, haber sufrido paperas o enfermedades de
transmisión sexual como la gonorrea y la prostatitis.

Sorprendentemente, el consumo moderado alcohol tampoco afecta al nivel
de movilidad y concentración de espermatozoides.

Cuantas más eyaculaciones, mejor

El estudio demuestra que la calidad del semen es significativamente mejor
en los hombres con mayor número de eyaculaciones, por lo que "cuantas
más, mejor", según López-Teijón.

Los hombres que buscan el embarazo eyaculan menos, ya que "el
sentimiento de tarea les bloquea su deseo masculino", aseguró esta
especialista.

Así, la media de eyaculaciones de la población masculina de Barcelona es
de 3,1 por semana. No obstante, los varones que buscan un embarazo
desde hace dos años tienen 1,2 eyaculaciones a la semana, frente a los
2,6 por semana de los hombres que buscan tener un hijo desde hace sólo
un año.

Los hombres que consumen drogas tienen un mayor número de
eyaculaciones semanales, con una media de 4,1 por semana. Según López-
Teijón, las personas que declararon consumir drogas "tenían más activa la
función de los espermatozoides", aunque "su energía se agota más
rápidamente y no llega a alcanzar al óvulo".

La contaminación es la causa

Aunque los expertos desconocen cuáles son los factores que provocan
esta diferencia en la calidad del semen de barceloneses y coruñeses,
López-Teijón señaló "el nivel de contaminación como causa más probable".
En A Coruña, sólo el 1% de los hombres declaró trabajar en contacto con
tóxicos, mientras que en Barcelona fue del 8% y en Tarragona, el 25% de
los hombres.

No obstante, los hábitos de vida de los hombres no parecen tener el papel
primordial que inicialmente se creía a la hora de determinar una buena
calidad del semen. "Los hombres de A Coruña declaran consumir más
drogas y alcohol que los barceloneses y siguen peores hábitos de vida y
esto no se traduce en el nivel de su semen", según López-Teijón.

El estudio "llama la atención ante un problema concreto" y a partir de aquí
permitirá "estudiar las causas y los factores que lo causan", aseguró el
presidente de la Asociación Española de Andrología, Josep Lluís Ballescà,
quien defendió "su fiabilidad" y su "importancia a nivel epidemiológico".

Por su parte, la doctora Paloma Ron, de la Maternidad Nuestra Señora del
Belén, señaló en la presentación del estudio de A Coruña que este análisis
desmiente algunos de los mitos establecidos en torno a la fertilidad
masculina. En primer lugar, aseguró que "la fertilidad se conserva a lo
largo de toda la vida".

Y, aunque reconoció que "queda en entredicho la influencia de los hábitos
de vida tradicionalmente ligados a la esterilidad", si confirmó que "el estrés
reduce la producción de espermatozoides".

Estas novedades obligan a los responsables del estudio a "replantear" los
parámetros que deben tenerse en cuenta para estudiar la fertilidad", por lo
que en próximos muestreos planean incluir variables como la alimentación o
la contaminación ambiental.

¿Por qué la esperanza es lo último que se pierde?

¿Por qué la esperanza es lo último que se pierde? Cuenta Hesíodo en los Trabajos y los días que Zeus decidió castigar a los humanos por la traición de Prometeo. Prometeo había robado el fuego a los dioses y la entregó a los humanos para que se valiesen de él.

Zeus ordenó a Hefesto que utilizase la misma agua y la misma tierra con que Prometeo había hecho a los hombres, y creara a una hermosa mujer que todos los dioses dotarían de sus cualidades, tanto buenas como malas. Así nació Pandora.

Hesíodo lo relata así:

«...Así dijo y rompió a carcajadas el padre de dioses y ordenó al ilustre Hefesto mezclar lo más pronto posible la tierra con el agua, infundir voz y fuerza humana y asemejar en su rostro a las diosas inmortales, a una hermosa y encantadora figura de doncella. Luego dio órdenes a Atenea para que le enseñase sus obras, a tejer la tela trabajada con mucho arte, y a la dorada Afrodita para que derramase en torno a su cabeza encanto, irresistible sexualidad y caricias devoradoras de miembros y a Hermes, mensajero Argifonte, le ordenó infundir cínica inteligencia y carácter voluble.
Así dijo y ellos obedecieron al soberano Zeus Crónida. Al punto el ilustre cojo, según las órdenes del Crónida, modeló de la tierra un ser semejante a una ilustre doncella y la diosa Atenea, de ojos garzos, la ciñó y embelleció; las divinas Gracias y la soberana Persuasión colocaron en torno a su cuello áureos collares y con primaverales flores la coronaron las Horas de hermosa cabellera; Palas Atenea adaptó todo tipo de adornos a su piel; y después el mensajero Argifonte tejió en su pecho mentiras, palabras seductoras y voluble carácter por voluntad del resonante Zeus; a continuación, el heraldo de los dioses le infundió voz y llamó a esta mujer Pandora, porque todos los que habitan en las moradas olímpicas le dieron un don, sufrimiento para los hombres, comedores de pan...»

Zeus entregó a Pandora una caja (Hesíodo dice que una jarra) y ordenó a Hermes que la llevase ante Prometeo para hacerla su esposa. Prometeo temía que ese matrimonio por orden de Zeus fuese una trampa y la repudió. Zeus enojado por la actitud de Prometeo ofreció a Pandora a Epimeteo quien aceptó el matrimonio.

No se sabe si por curiosidad o por una orden del propio Zeus, Pandora destapó la caja que le había entregado y de esta manera liberó todos los males existentes hasta el momento que se esparcieron por el mundo. Pandora cerró la caja antes de que saliese la esperanza, lo único positivo que ésta contenía; por eso siempre es lo último que se pierde.

Idilio eterno - Julio Flórez

Idilio eterno - Julio Flórez Ruge el mar, y se encrespa y se agiganta;
la luna, ave de luz, prepara el vuelo
y en el momento en que la faz levanta,
da un beso al mar, y se remonta al cielo.

Y aquel monstruo indomable, que respira
tempestades, y sube y baja y crece,
al sentir aquel ósculo, suspira...
y en su cárcel de rocas... se estremece

Hace siglos de siglos que, de lejos
tiemblan de amor en noches estivales;
ella le da sus límpidos reflejos,
él le ofrece sus perlas y corales.

Con orgullo se expresan sus amores
estos viejos amantes afligidos;
Ella le dice «¡te amo!» en sus fulgores,
y él responde «¡te adoro!» en sus rugidos.

Ella lo aduerme con su lumbre pura,
y el mar la arrulla con su eterno grito
y le cuenta su afán y su amargura
con una voz que truena en lo infinito.

Ella, pálida y triste, lo oye y sube
por el espacio en que su luz desploma,
y, velando la faz tras de la nube,
le oculta el duelo que a su frente asoma.

Comprende que su amor es imposible,
que el mar la copia en su convulso seno,
y se contempla en el cristal movible
del monstruo azul en que retumba el trueno.

Y, al descender tras de la sierra fría,
le grita el mar: «¡en tu fulgor me abraso!»
¡No desciendas tan pronto, estrella mía!
¡Estrella de mi amor, detén el paso!

Un instante mitiga mi amargura,
ya que en tu lumbre sideral me bañas
¡No te alejes!... ¿no ves tu imagen pura,
brillar en el azul de mis entrañas?"

Y ella exclama, en su loco desvarío:
«Por doquiera la muerte me circunda,
¡Detenerme no puedo monstruo mío!
¡Compadece a tu pobre moribunda!

Mi último beso de pasión te envío;
mi postrer lampo a tu semblante junto!»
y en las hondas tinieblas del vacío,
hecha cadáver, se desploma al punto.

Entonces, el mar, de un polo al otro polo,
al encrespar sus olas plañideras,
inmenso, triste, desvalido y solo,
cubre con sus sollozos las riberas.

Y al contemplar los luminosos rastros
del alba luna en el oscuro velo,
tiemblan, de envidia y de dolor, los astros
en la profunda soledad del cielo.

Todo calla... el mar duerme, y no importuna
con sus gritos salvajes de reproche;
y sueña que se besa con la luna
en el tálamo negro de la noche.

Sant Medir

Sant Medir Esta tarde, en el trayecto del trabajo a casa, me he cruzado con bastante gente, sobre todo niños, que llevaba bolsas vacías en las manos, bolsas preparadas para acoger una enorme cantidad de caramelos, porque hoy es el día de San Medín y la tradición es la tradición.

En el año 1828, al urbanizarse los alrededores de la calle Gran de Gràcia de la entonces villa de Gràcia, se instaló en el número 103 un horno propiedad del Sr. Josep Vidal i Granés.

El Sr. Vidal no tenía muy buena salud y le prometió a San Medín, de quien era un gran devoto que, si se curaba, iría cada 3 de marzo en peregrinaje a su ermita, situada en la sierra de Collserola, tocando la gaita y bien vestido montado sobre un caballo, después de haber paseado por toda la villa anunciando su promesa y repartiendo dulces.

En el año 1830 el Sr. Vidal hizo su primera peregrinación y en los años siguientes le siguieron familiares y amigos formando así la primera “colla” o agrupación de Sant Medir.

En los años siguientes se les unieron más “colles” de otras villas cercanas a Barcelona: Sant Gervasi, Sarrià Sants... Hasta el punto que el Diari de Barcelona del 4 de marzo de 1853 informaba de la importancia que iba adquiriendo ese peregrinaje, que el día anterior había reunido en la ermita del santo más de 300 personas.

En el año 1926 se fundó la primera Federación de “colles” que desapareció durante la Guerra Civil y volvió a constituirse en 1951 haciendo las delicias de los niños y los no tan niños.

La tradición de los marca que los romeros se levantan muy temprano cada 3 de marzo para repartir dulces entre los habitantes del barrio de Gràcia. Luego, peregrinan a la ermita del santo, allí comen y por la noche la calle se convierte en testimonio de una de las lluvias de caramelos más grandes que se puedan imaginar.

El origen del ajedrez

El origen del  ajedrez El origen del ajedrez es antiguo y discutido. La creencia mas extendida dice que nació en la India, en el Valle del Indo. La leyenda de su supuesto inventor, el Brahman Sissa, cuenta que hacia el siglo IV aC inventó un juego que se llamó Chaturanga, o juego del ejército, en el que se utilizaba un tablero cuadrado, dividido en 64 casillas, en las que cuatro personas jugaban moviendo 32 piezas.

Hacia el siglo VI d.c. en Persia se jugaba a un juego llamado Chatrang, que también se desarrollaba en un tablero dividido en escaques.

Otro precedente del ajedrez es el llamado juego del Tamerlán, hacia el 1350 d.c. procedente de Mongolia. Este juego se desarrollaba sobre un tablero mas grande, de 102 casillas y se utilizaban 72 piezas.

El ajedrez se conoció en Europa entre los años 700 y 900, a través de la conquista de España por el Islam, pero también era conocido por los vikingos y por los cruzados que regresaban de Tierra Santa.

Durante la edad media, España e Italia eran los países en donde más se lo practicaba. Se jugaba según las normas árabes, según las cuales, la reina y el alfil eran piezas relativamente débiles y solo podían avanzar de a una casilla por vez. Durante los siglos XVI y XVII, el ajedrez experimentó un importante cambio, y la reina se convirtió en la pieza mas poderosa. Fue entonces cuando otra modificación del juego permitió que los peones avanzaran dos casillas en su primer movimiento y se introdujo la regla llamada "al paso", es un poder especial que adquiere el peón cuando alcanza la quinta fila, que le permite capturar un peón contrario si éste lo pasase en su primer movimiento avanzando dos casillas, y también el revolucionario concepto del enroque. Los jugadores italianos comenzaron a dominar el arte del ajedrez, arrebatándoles la supremacía a los españoles. Los italianos fueron a su vez desbancados por los franceses y los ingleses durante los siglos XVIII y XIX, cuando el ajedrez, que había sido el juego predilecto de la nobleza y la aristocracia, pasó a los cafés y a las universidades, popularizándose, el nivel del juego mejoró entonces de manera notable. Comenzaron a organizarse partidas y torneos con mayor frecuencia, y los jugadores mas destacados crearon sus propias escuelas.

El origen del Carnaval

El origen del Carnaval Ahora que el Carnaval llega a su fin no está de más adentrarse en su origen histórico.

Probablemente el Carnaval tenga su origen en las Saturnales romanas, aunque se encuentran vestigios anteriores en diferentes culturas de la antigüedad.
En Grecia, en Roma, en los países teutones y en la sociedad celta existía la costumbre de pasear un barco con ruedas (carrus navalis). Encima de él se representaban danzas satíricas y obscenas. Se tiene constancia de ello desde el siglo VI a.C. en Grecia, y hacia los últimos años del Imperio romano.

Al culto de Dionisos en Grecia se correspondió con el de Baco en Roma. Allí se celebraban las Bacanales, las Saturnales y las Lupercales. Todas ellas con un denominador común: el paso de ser unas ceremonias de origen espiritual-religioso, sagrado-ritual a convertirse en fechas en que el desenfreno, la sátira y el desorden civil era la norma.

Treinta días antes de las fiestas Saturnales, los soldados romanos escogían al más bello de ellos y lo proclamaban rey. Lo vestían como tal y le daban sus atributos. En ese período de tiempo, tenía todo el poder como rey sobre los soldados, pero el último día debía suicidarse ante el altar del dios Saturno al que representaba.
En Olimpia, Creta y otras poblaciones de Grecia se inmolaba anualmente a un hombre que representaba a Cronos, el equivalente al Saturno de los romanos. En Rodas se le llevaba a las afueras de la ciudad, se le embarraba y se le ejecutaba.
Otra teoría es la institucionalización de la fiesta en Roma por Publius Hostillius dedicándola al primer santuario en honor a Saturno y cuya liturgia se estableció en el año 217 a.C. En aquellas calendas se celebraba durante un solo día el carnaval: el 17 de diciembre.

Augusto amplió a tres días esas fiestas. Calígula a cuatro y finalmente Domiciano las decretó para una semana. Se realizaban fiestas, intercambios de regalos, ferias callejeras, había indultos y amnistías judiciales, se acordaban treguas militares y muchas más actividades.

Aunque el Carnaval como lo conocemos tiene su origen en la Edad Media. Algunos documentos oficiales afirman que a mediados del siglo XIII, en Venecia, ya se utilizaban máscaras en las semanas previas a Cuaresma como un accesorio más de la vestimenta que formaba parte de la celebración del Carnaval.
Al Carnaval también se le conoce como la “fiesta de la carne” porque se consumía carne hasta hartarse ya que durante la Cuaresma no se podía comer.

La historia de la cocina española

La historia de la cocina española Hace ya bastantes años dos grandes escritores y gastrónomos, Néstor Luján y Joan Perucho, escribieron el libro Historia de la cocina española. En él daban un repaso a la historia de la cocina de nuestro país, no sólo atendiendo a la evolución gastronómica, sino haciendo referencia a textos literarios de las diferentes épocas de nuestra historia.

He aquí un breve resumen, basado en lo que cuenta este libro, de la evolución de la cocina desde la época romana hasta la era moderna.

Poco se sabe acerca de cómo se guisaba en la España anterior a la dominación romana. Con las legiones de Escipión penetraron en ella los conceptos culinarios de Roma y dos aportaciones materiales realmente fundamentales: el ajo y el aceite de oliva.

A los romanos les gustaban las comidas fuertes, violentas (y a los hispanoromanos es de suponer que también), y especiaban sin ton ni son sus guisos.

La cocina romana subsistió, en parte, después de las invasiones; los bárbaros acomodaron sus costumbres y sus gustos a los del país romanizado, pero impregnándolos de rusticidad y primitivismo.

La invasión árabe trajo a España, no sólo nuevos modos de guisar, sino condimentos procedentes de Persia y de la India, que aquí se desconocían: la naranja dulce, el azafrán, la nuez moscada, la pimienta negra, la caña de azúcar o el azúcar. Incluso los poetas árabes fueron, al parecer, gastrónomos. Ben Al-Talla cantó así a la alcachofa:

Hija del agua y de la tierra, su abundancia se ofrece, a quien la espera, encerrada en un castillo de avaricia.
Parece, por su blancura y por lo inaccesible de su refugio, una virgen griega escondida entre un velo de lanzas.

De la misma manera que la cocina de “Al-Andalus” debió estar influida y modificada por los mozárabes, es evidente que los cristianos del Norte sufrieron con igual intensidad la influencia de la de los árabes y mudéjares.

En lo que respecta a la Baja Edad Media, diremos que fue una época extraña, ruda y, al mismo tiempo, delicada. En cuanto a la forma de comer, Jorge Rubió dice que las mesas eran de quita y pon, cosa explicable puesto que los grandes banquetes se daban en salas no destinadas exclusivamente a esa finalidad. En la vida doméstica se comía muchas veces en la cocina, pero también se describen comedores de algunas casas burguesas, cerca de la cocina, en la planta baja. Durante la Edad Media no se utilizaba el tenedor y sólo se conocía como simple curiosidad; generalmente se comía con los dedos.

Con el descubrimiento de América, la cocina española se enriquece con la patata, el tomate, el pimentón y el cacao.

El espíritu ilustrado provocó en España un afán de renovación. La cocina francesa triunfaba en todo el mundo, Los cocineros del país vecino habían logrado imponer su arte culto, elaborado, misterioso y, sobre todo, digestivo; habían creado una cocina al compás de los adelantos de la ciencia médica. Contra la cocina francesa sólo podíamos oponer nuestra cocina popular, humilde y desdeñada, pero fragante.
El espíritu de “lo moderno” se había infiltrado ya desde hacía tiempo y cada vez adquiría mayor actualidad.

Por fin llegamos a la cocina actual donde tradición e imaginación andan de la mano en las cocinas más renombradas.

El chocolate

El chocolate Decía Forrest Gump que la vida es como una caja de bombones, nunca sabes qué te va a tocar. Y tiene toda la razón. Algunos son dulces, otros dejan el sabor fuerte del licor, otros son de chocolate negro negrísimo y amargan. Toda una amplia variedad de sabores para expresar mediante una curiosa metáfora lo que nos sucede a lo largo de la vida. Pero, ¿sabemos realmente de dónde viene la materia prima de los bombones, el chocolate?

Cuenta la leyenda que el dios Quetzalcoati, el gran cultivador del Paraíso, enseñó a los hombres el cultivo, la astronomía, la medicina y las artes, pero el regalo más preciado que dejó al hombre fue el árbol del cacao.

Tan preciado era el cacao que su fruto se convirtió en la moneda del reino maya y se comerciaba con ella en todo el imperio azteca.

Cristobal Colón fue el primer europeo que vio el cacao. Fue en su cuarto viaje, en el año 1502. Pero aunque sabía que esa especie de almendra servía de moneda y con ella se preparaba una bebida, los primeros que lo probaron fueron los hombres de HernánCortés en 1520.
El chocolate llego a España desde México en 1520 en forma de barras y tabletas. Pero no se comía, sino que se bebía derretido y mezclado con agua o con leche.
A los Países Bajos llegó en 1606 y el introductor del chocolate en Francia parece que fue el cardenal Richelieu. En esa época, el chocolate era considerado un medicamento a la vez que un alimento.
De Francia pasó a Inglaterra hacia 1657. El italiano Carletti difundió el chocolate en su país. A Alemania llegó a través de Holanda, pero fueron los ingleses quienes lo industrializaron.
El suizo Cailler fabrico en 1820 las primeras tabletas comestibles y, su compatriota Lindt mejoró el fundido logrando que las tabletas fueran perfectamente masticables. Henry Nestlé le incorporo leche al chocolate solido.

El teatro del Barroco


Durante el siglo XVII existió una íntima relación entre literatura y sociedad, que tenía una doble procedencia: el hecho que las masas comenzaran a hacerse notar e impusieran su cultura popular, y la necesidad que tenía la monarquía absoluta de controlar la cultura.

La teatralidad y la fiesta se impusieron en todos los órdenes de la vida y el hombre y la mujer del Barroco se evadían de su vida cotidiana con el teatro.

El éxito del teatro se debe, también, al hecho que se representaban en un lugar fijo.

En un principio las obras, denominadas comedias, se representaban en los corrales, que eran los patios posteriores de las casas. En seguida se estableció una reglamentación (contratos, policías, arrendamientos...) que convirtió el espectáculo teatral en un acontecimiento público, cultural y económico. Los corrales más famosos fueron el de la Cruz y el del Príncipe en Madrid, el de Olivera en Valencia, y los del Coliseo y Montería en Sevilla.

A los corrales acudía todo tipo de gente, el rey incluido. Aunque se ocupaban diferentes lugares según el rango y el dinero de cada uno.

De los iniciales corrales se pasó, en el último tercio del siglo xvi, a construcciones realizadas expresamente para este fin. En Madrid, por ejemplo, se erigieron el Teatro de la Cruz o el Teatro del Príncipe. Sin embargo los teatros fijos no surgieron como un medio de hacer negocio, aunque luego se transformasen en tal, sino como un medio de recaudar dinero para obras de caridad.

Ir al teatro era ir a una fiesta. La representación comenzaba a las tres o a las cuatro de la tarde y duraba unas dos horas y media. Desde el principio de la representación el escenario permanecía ocupado, incluso en los descansos, en los que se escenificaban piezas cortas.

Era tal el entusiasmo por el teatro, que era necesaria una constante renovación de las carteleras. Los estrenos se anunciaban con carteles pintados a mano repartidos por las esquinas, o bien con pregones “a gritos”por las calles de las ciudades. Pero las obras, incluso las de más éxito, no estaban más de quince días seguidos en cartel.

El gran autor del teatro barroco español, es, sin duda, Lope de Vega. No sólo cultivó todos los géneros literarios, sino que, por encima de todo, puede decirse que inventó el teatro como fenómeno literario y social. Recogió la tradición en la que se unían la herencia medieval y los intentos renovadores de los renacentistas y les añadió su experiencia personal con el mundo del teatro: tenía amigos comediantes, asistía a las representaciones estudiando las reacciones del público y procuró escribir sus obras atendiéndose a los gustos del público. Recogió su teoría sobre el teatro en el Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo. Llegó a crear 1500 obras, algunas compuestas en una sola noche, de las que sólo se conservan unas 400.

Las uvas de la suerte

Las uvas de la suerte La tradición de tomar 12 uvas en Nochevieja se remonta, probablemente, al año 1909 en el que hubo un excedente de cosecha. Los agricultores, para dar salida a su producto, tomaron la iniciativa de tomar las “uvas de la suerte” para recibir al nuevo año, costumbre que se extendió hasta convertirse en lo popular que es hoy.

Sin embargo la costumbre de celebrar el cambio de año comiendo algo se remonta al Imperio Romano y al culto relacionado con el dios Janus. Janus era una deidad bifronte: una de las caras era joven y la opuesta era la de un aciano. El ritual consistía en ofrecer miel, dátiles e higo, alimentos dulces para que el inicio del año también lo fuese y permitiese olvidar experiencias amargas que hubieran podido acontecer durante el anterior año.

Esta costumbre romana fue arraigando en Europa, donde con la misma finalidad comenzaron a ofrecerse lentejas, de las que se dice que propician la prosperidad económica. En Italia, por ejemplo, es la costumbre más arraigada.

En la Edad Media la Iglesia trató de oponerse a las viejas costumbres, pero no consiguió eliminar la raíz pagana de la noche de San Silvestre, la única de las doce noches que conforman las fiestas navideñas. La Iglesia consideraba que el periodo que comprende la Navidad y la Epifanía era un periodo de renovación para mejorar el año venidero.

La celebración de la Nochevieja como la conocemos ahora es un invento de principios del siglo XX.

Cómo darle una pastilla a un gato

Cómo darle una pastilla a un gato Dicen, cuentan, explican, que tener un animalito de compañía es lo mejor que le puede pasar a uno.

Y puestos a escoger qué mejor que un lindo gatito (Piolín dixit): son limpios, educados, galantes, elegantes, independientes... El problema viene cuando se ponen malitos y hay que llevarlos al veterinario. Les puedo asegurar que se esconderá, que hará lo imposible para no ir, y una vez allí, se comportará lo peor que pueda: mostrará sus dientes al veterinario (¿pero tantos tiene?, se preguntarán) le resoplará, mostrará sus afiladas uñas. Y lo peor aún no habrá comenzado, puesto que cuando el veterinario lo haya visitado, si el animalito se deja, claro, al amo le tocará la edificante tarea de administrarle la medicación.

He aquí unos consejillos que encontré hace un tiempo por "interné" acerca de cómo darle una pastilla a un gato.

Después de observar el elevado número de lesiones (algunas de gravedad), producidas por los gatos mientras sus dueños intentaban ingenuamente administrarles sus medicamentos, el ilustre colegio oficial de veterinarios de Matalaspilla ha decidido editar unos panfletos a modo de guía ilustrativa para evitar males mayores.Reproducimos aquí dicha guía para colaborar con esta campaña, a nuestro entender muy necesaria.Está dividida en cómodos pasos para facilitar su comprensión.

1 - Tome al gato y acúnelo con su brazo izquierdo como si estuviera sosteniendo a un bebé. Posicione el índice y el pulgar de su mano izquierda para aplicar una suave presión a las mejillas del gato mientras sostiene la píldora con la derecha. Cuando el gato abra la boca, arroje la píldora dentro. Permítale cerrar la boca a los efectos de que el gato trague la píldora.

2 - Levante la píldora del suelo y al gato de detrás del sofá. Acune al gato en su brazo izquierdo y repita el proceso.

3 - Traiga al gato del dormitorio y tire la píldora baboseada a la basura.

4 - Tome una nueva píldora de la caja, acune al gato en su brazo izquierdo manteniendo las patas traseras firmemente sujetas con su mano izquierda. Fuerce la apertura de mandíbulas y empuje la píldora dentro de la boca con su dedo medio. Mantenga la boca del gato cerrada mientras cuenta hasta 10.

5 - Saque la píldora de la pecera y al gato de arriba del armario. Llame a su esposa, que esta en el jardín.

6 - Arrodíllese en el suelo con el gato firmemente sostenido entre sus rodillas. Mantenga las patas traseras y delanteras quietas. Ignore los gruñidos que el gato emite. Pídale a su esposa que sostenga la cabeza del gato con una mano mientras le abre la boca con una regla de madera. Arroje la píldora dentro y frote vigorosamente la garganta del gato.

7 - Traiga al gato del portarrollos de la cortina. Traiga otra píldora de la caja. Recuerde comprar una nueva regla y reparar las cortinas. Barra cuidadosamente los trozos de figuras de porcelana y póngalos aparte para pegarlos luego.

8 - Envuelva al gato en una toalla grande y pídale a su esposa que lo mantenga estirado, con sólo la cabeza visible. Ponga la píldora en una pajita de gaseosa. Abra la boca del gato con un lápiz. Ponga un extremo de la pajita en la boca del gato y el otro en la suya. Sople.

9 - Verifique la caja para asegurarse de que la píldora no es dañina para seres humanos. Beba un vaso de agua para recuperar el sentido del gusto. Aplique apósitos a los brazos de su esposa y limpie la sangre de la alfombra con agua fría y jabón.

10 - Traiga el gato del tejado del vecino. Tome otra píldora. Ponga el gato en el armario y cierre la puerta sobre su cuello, dejando solo la cabeza fuera del mismo. Fuerce la apertura de la boca con una cuchara de postre. Arroje la píldora dentro con una bandita elástica.

11 - Vaya al garage a buscar un destornillador para volver a colocar la puerta del armario en sus bisagras. Aplíquese compresas frías en las mejillas y verifique cuando fue su última dosis de vacuna contra el tétanos. Arroje la camisa que tenía puesta en el cubo de la ropa sucia y tome una limpia del dormitorio.

12 - Llame a los bomberos para bajar al gato del árbol de la calle de enfrente. Discúlpese con su vecino que se estrelló contra su reja tratando de escapar del gato furioso. Tome la última píldora de la caja.

13 - Ate las patas delanteras del gato a las traseras con una cuerda. Átelo firmemente a la pata de la mesa de la cocina. Busque guantes de trabajo pesado. Mantenga la boca del gato abierta con una pequeña palanca. Ponga la píldora en la boca seguida de un gran trozo de carne. Mantenga la cabeza vertical y vierta medio litro de agua a través de la garganta del gato para que trague la píldora.

14 - Haga que su esposa lo lleve a la sala de emergencias. Siéntese tranquilamente mientras el doctor le venda dedos y frente, y le saca la píldora del ojo. En el camino de vuelta, deténgase en la tienda de muebles para comprar una nueva mesa.

15 - Arregle con una oficina inmobiliaria para comprar una nueva casa para el gato y llame al veterinario para averiguar si tiene algún hamster para vender.

¡Fatalidad! - Arturo Pérez-Reverte

¡Fatalidad! - Arturo Pérez-Reverte Arturo Pérez-Reverte escribió hace años este artículo sobre El Conde de Montecristo una novela llena de intriga, pasión, drama y sobre todo, venganza. Una de las obras maestras de Dumas.

Hacía mucho tiempo que deseaba regresar al castillo de If. Así que, veinte años después, desempolvé el viejo tomo de la editorial Porrúa -841 páginas, texto a dos columnas, como debe ser el folletín canónico- y me puse a ello. Reencontré a Edmundo Dantés y al abate Faria como a dos viejos amigos, y poco a poco la vieja fascinación retornó a la vuelta de cada página. Todo seguía allí, intacto: la traición, el tesoro, la venganza. Inmensa ficción y, al mismo tiempo, real; de carne y sangre como la vida misma. Y entonces, releyendo asombrado lo que tan nítidamente creía recordar, llegué al capítulo donde el banquero Danglars reprocha a su mujer, no que tenga un amante, sino que los manejos de ese amante lo estén arruinando, y añade sus sospechas de una conspiración para llevarlo a la quiebra. En ese momento dejé el libro sobre las rodillas, apoyé la cabeza en el respaldo del sillón e hice una pausa-homenaje, con los ojos en el retrato imaginario del viejo Dumas que preside junto a otros colegas -Sendhal, Sabatini, Stevenson- mi rincón de lectura. No sé de qué diablos se sorprenden ahora, pensé, cuando ven la televisión o los titulares de los periódicos. Él ya lo había contado todo, hace siglo y medio, mejor que nadie podrá hacerlo nunca. Con la certeza de que sólo los muy estúpidos o los muy soberbios se jactan de conocer los límites entre la realidad y la ficción.

Hay novelas de las llamadas populares que conocen un curioso destino: escritas con un objeto, terminan convirtiéndose, a pesar incluso de la intención del autor, en símbolos, en banderas de algo. A veces hasta sobreviven y van mucho más allá de las intenciones de su creador. Cuando Eugenio Sue escribió Los misterios de París para diversión de una clase burguesa, ávida lectora de folletines, no imaginaba que su obra terminaría siendo acogida como una denuncia de la triste condición de los oprimidos, y que, muchos de quienes lucharon en las barricadas de 1848 lo harían por haber leído aquellas páginas. Otro tanto puede decirse de Los Miserables de Víctor Hugo, o de El conde de Montecristo , de Alejandro Dumas. Todas ellas son novelas que admiten, ya en su origen, dos lecturas paralelas: la de quien se sumergía en sus páginas por el puro placer del planteamiento, nudo y desenlace, y la de quien encontraba en ellas otros elementos, otras claves ocultas que daban profundidad y valor social a lo que en apariencia, y a veces incluso en la misma intención del autor, sólo era un elemental divertimento de masas.

Pero hay otro punto de vista posible a la hora de abordar estas lecturas: una visión de esa materia narrativa a la luz del tiempo y del concepto de lo relativo. Del mismo modo que la Ilíada puede leerse en 1992 con la conciencia de que de Troya a Sarajevo no hay, en cuanto a distancia histórica, sino algunos adelantos técnicos en cuanto a la forma de arrasar una ciudad, el lector que se enfrenta a una novela como El conde de Montecristo tiene a su alcance, aparte del placer de la pura narración, de las peripecias apasionantes de Edmundo Dantés entre sus amigos y enemigos, el gozo sutil de observar la supuesta ficción a la luz del mundo concreto en el que vive, de la sociedad que lo rodea. Entonces, por uno de esos milagros fascinantes que sólo las grandes obras maestras deparan, todos los personajes cobran vida, rostros, nombres de ahora mismo, y uno descubre que la materia manejada por el talento de Alejandro Dumas es materia viva, eterna, actual. Pero también que, desde 1844, la llamada sociedad moderna fue rigurosamente fiel a sí misma: nada nuevo se ha inventado desde entonces en lo tocante a ruindad, hipocresía, arribismo, corrupción en las instituciones y poder omnímodo, absoluto, del dinero. La diferencia es que antes, cuando Edmundo Dantés maquinaba su evasión del castillo de I f, aún había esperanza para los parias de la tierra. Hoy sabemos cómo suelen terminar los parias y hasta es posible intuir, por escasa imaginación, cómo puede terminar la tierra. Por eso, aunque no sea ya bajo idénticos motivos que el lector de folletines decimonónicos, el lector actual siente también que un sudor frío perla su frente ante los oscuros recovecos de la narración y de la vida que en ella se describe. Pero ahora, agonizando el que fue siglo de la esperanza, el sudor resulta más frío; el estremecimiento es mayor.

El conde de Montecristo es una novela llena de recursos del oficio, de diálogos y descripciones forzadamente largos -Dumas cobraba a tanto la línea- ,de estilo tosco y descuidado, adjetivos superfluos, divagaciones y desvergonzadas metáforas profesionales. Además, a menudo roza el cuento de hadas: la fuga de Dantés en el saco del muerto, los bandidos que leen a Plutarco, los disfraces, el tesoro, las sospechosas veleidades que tanto ayudan a Dantés en su venganza. El lector se adentra en ello con la conciencia de que todo es un artificio lleno de trucos y trampas, y sin embargo, a su pesar, termina prendido en la trama, pasando las páginas febril, deseando incluso, víctima agradecida del mismo artificio, encontrar en el libro precisamente todos los lugares comunes, todos esos estereotipos melodramáticos que su sentido crítico rechaza, pero que su instinto de lector, la admiración por el talento de Dumas, por la extraordinaria estructura narrativa que se despliega ante sus ojos, termina haciéndole, incluso, desear. Y cuando Villefort da un paso atrás con ojos extraviados y el espanto en la frente, o Montecristo palidece de forma terrible y murmura ¡Fatalidad! , o cuando Fernando se arrastra con suspiros que nada tienen de humano y rechinándole los dientes antes de pegarse un tiro, el lector detiene un momento la lectura, paladea el sabor perfecto y deliciosamente folletinesco de todo aquello y lamenta que sólo queden hasta el ¡Confiar y esperar! que precede a la palabra Fin. Umberto Eco se preguntaba si hubiésemos amado igual esta novela en el caso de no haberla leído por primera vez -o las primeras veces- en sus arcaicas y ampulosas traducciones decimonónicas. Y es que hay otras novelas mucho mejor escritas, por supuesto. Pero, comparadas con el Montecristo, sólo son simples obras de arte.

Además, Edmundo Dantés somos todos. Su drama, su desdicha, su fortuna y su venganza conectan perfectamente con la condición humana de este fin de siglo. Prestemos atención con ojos de lectores de 1992 a los resortes argumentales de la novela: una inocencia, la del joven marino Edmundo Dantés, recién desembarcado del Faraón y a punto de casarse con su novia mercedes, se ve traicionado por aquéllos en quienes confía. Dantés es encarcelado por la envidia (Danglars), la lujuria (Fernando), la cobardía (Caderousse) y la ambición política (Villefort). Por un golpe de suerte, merced a su amigo el abate Faria, Dantés escapa y logra un tesoro, una fortuna incalculable, que le permite planear y ejecutar la minuciosa estrategia de su venganza. O, dicho de otro modo, sólo el dinero, la inmensa fortuna escondida en la isla de Montecristo, transforma al paria Dantés en el elegante e implacable conde que ejecuta, en la tierra, los designios de la terrible Providencia divina. Y es ahí donde desfila, a sus pies y ante los ojos del lector, la sociedad francesa de la Restauración, los Cien Días y la monarquía de Luis Felipe, tan hipócritas y corruptas en aquel siglo como en éste: con sus banqueros, sus dandies, sus altos magistrados con un cadáver enterrado en el jardín, sus políticos venales, su parlamento, sus sobornos, los banquetes, las fiestas mundanas, las letras de cambio, las aristocráticas damas de virtud fácil, los mediocres poderosos, los canallas encumbrados, los advenedizos arrogantes, los analfabetos convertidos, merced a la política o el dinero, en árbitros de la moda, la moral, la elegancia y la cultura. Y el lector, que a las veinte páginas no sólo comprende a Dantés, no sólo se identifica personal e íntimamente, en la deliciosa revancha que por mano interpuesta, la del Conde de Montecristo, Dios o quizá la simple y objetiva Justicia, tan huérfana y desvalida ayer como hoy, se desencadena contra la ambición arribista, la envidia personal y las tiranías sociales. Una venganza -y ahí está el detalle espléndido del asunto- llevada a cabo con las mismas armas de los enemigos: el poder del dinero. Un dinero que se vuelve, gracias al genio del abate Faria y a la Providencia, terrible arma arrojadiza contra ese mismo poder. Y el lector, incluso el escéptico y resabiado en la era de la televisión y la informática, aplaude el prodigio como hacía antes el público en el gallinero de los teatros y en los cines de barrio, cuando silbaba a los traidores y aclamaba a los caballeros sin miedo y sin tacha. Silbidos y aclamaciones que, para nuestra desgracia, ya no suenan en ninguna parte, convertidos en patrimonio exclusivo de los inocentes y de los niños.

Por eso Edmundo Dantés sigue vivo. La grandeza de El conde de Montecristo reside en que su venganza, la única justicia posible en aquel y en este mundo de tahúres y sinvergüenzas, también es la nuestra. Esperar y confiar: Y que Dios, además de las justas repúblicas que dan asilo a un hombre, además de las islas lejanas a donde nunca llegan órdenes de captura, bendiga también al viejo Dumas. Amén.

Alejandro Dumas visto por Julián Marías

Alejandro Dumas visto por Julián Marías Julián Marías escribió este artículo sobre Alejandro Dumas en el bicentenario de su nacimiento.

Así fue conocido en España, e inmensamente popular, durante casi todo el siglo XIX Alexandre Dumas, nacido hace 200 años, en 1802, el mismo año que Víctor Hugo. Cuando su hijo publicó «La Dama de las Camelias», se añadió el calificativo «padre». El uso de la época era traducir los nombres propios; predominaba la impresión de que eran nombres comunes a casi todos los países europeos, en su mayoría de santos que también recibían nombres diversos. Solamente se conservaban algunas formas extranjeras, como Walter Scott, porque Walterio era igualmente exótico y menos agradable; no digamos si se llegaba a Winston.
Desde muy temprano fui lector entusiasta de Dumas. A los trece años devoré un grueso volumen que contenía «Les Trois Mousquetères» con su continuación «Vingts ans après»; muchos años después leí la tercera parte, «Le Vicomte de Bragelonne». Libros y más libros, novelas históricas que cubrían principalmente los siglos XVI, XVII y XVIII. Dumas era un fantástico narrador, que contaba con singular atractivo, de manera a la vez sencilla y brillante. Tengo la impresión de que todavía hoy es bastante leído y con agrado, lo cual significa una larga vitalidad.
La época de los Valois y la que comprende desde sus orígenes la Revolución aparecen en los libros de Dumas con una fuerza, un relieve y un atractivo que sorprenden. Si se compara la «Reine Margot» con la desvaída película del mismo título, se echa de menos el talento del novelista. La Reina Margarita, su marido el futuro Enrique IV, el Bearnés, los tremendos episodios de la Noche de San Bartolomé, todo ello aparece con una fuerza imborrable.
El ciclo de la revolución francesa se inicia con «Le Collier de la Reine». El primer capítulo es simplemente prodigioso: unos cuantos años antes del comienzo de la Revolución, se reúnen a comer en casa del Duque de Richelieu unos cuantos personajes famosos, entre ellos el Rey de Noruega, de incógnito, y el famoso conde de Cagliostro. También está la Condesa de Dubarry. La narración es minuciosa, se espera un vino precioso que ha mandado desde su palacio otro aristócrata y hay que esperar. Los personajes hablan de esperanzas, temores y zozobras; se especula con posibles causas y formas de muerte; Cagliostro inicia, con resistencia, al final con cierta pasión, los vaticinios. La alegre reunión se va volviendo dramática, se ensombrece. Es como un preludio magistral de lo que años después será la gran revolución.
Hace cosa de setenta años que leí estas páginas; las tengo frescas, como si acabara de conocerlas; retengo toda la anticipación que encerraban y que se desarrolló en unos cuantos libros espléndidos. Cuando yo los leía sabía muy poco de casi todo; el nombre de Rousseau, que aparece en las «Mémoires d´un médecin», no me decía gran cosa; cuando mucho después releí este libro, me sorprendió el acierto con que estaba evocada su figura.
La novela histórica es un género particularmente interesante. No solo por lo que tiene de novela, sino que precisamente por ello contribuye poderosamente a la comprensión de la historia. Hay enorme desigualdad en los estilos de este género novelesco, según las lenguas, los países y las épocas. A veces se desentiende de la veracidad; otras, por el contrario, acumula precisiones, datos, información. Lo decisivo, lo más valioso, es que la introducción de personajes vivos, reales o ficticios, hace que se ilumine el contexto, el ambiente, los acontecimientos. Todo eso se ve como escenarios de vidas concretas, comprensibles, que pueden ser apasionantes, con sus argumentos que se entrecruzan; en suma, imaginan una compleja convivencia que fue la situación real en las circunstancias evocadas.
Esto lo hacía Dumas con perfección raras veces igualada. Era radicalmente novelista, narrador, inventor de personajes, intérprete de los que tomaba de la realidad, a los que forzaba a convivir con los suyos. Por eso se entienden admirablemente bien las largas porciones de la historia francesa a las que dedicó sus novelas. Sería interesante comparar la visión de esas porciones de historia que poseemos con las de otros períodos que quedaron fuera de su actividad.
Es bien sabido que Dumas no era escrupuloso. No todo lo escrito salió de su mano, sino de un «taller» que aplacaba la ambición del público por sus obras. Una de sus peores novelas, que leí en mi juventud, es «La mano del muerto». En ella había innumerables personajes, que iban muriendo con extraña facilidad; pero todavía quedaban muchos y los hizo embarcar en un buque que naufragó. Hace tiempo leí un concienzudo estudio sobre Dumas en que se hacía constar que no había escrito ese libro.
El torso de la obra auténtica se ha salvado, y creo que podrá tener aún larga vida. Recuerdo con extraña viveza los personajes de muchos de sus libros, los tres mosqueteros, que como se sabe eran cuatro, sus enemigos y rivales, sus amores, sus aventuras y venganzas, el paradero de cada uno de ellos en su madurez o su vejez. Un mundo que parece haberse conservado milagrosamente.
La Revolución francesa, con su enorme dramatismo, con su entusiasmo inicial, sus torpezas, su horror, las transformaciones súbitas de una sociedad, todo eso vive con increíble actualidad en toda la serie de novelas de Dumas.
Podríamos decir que se trata de la salvación por la imaginación. Sin esta, todo queda pálido, exangüe, inerte. Ha habido en decenios recientes una tendencia en los historiadores a acumular datos, precisiones, estadísticas, precios, fluctuaciones de mercados. Se ha omitido la narración. Se ha dejado de «contar»; las cuentas han reemplazado al cuento, y con ello se han desvanecido los personajes: se ha intentado escribir una historia sin apenas nombres propios.
Los historiadores deberían leer a Dumas; probablemente los mejores lo hacen; no sería difícil adivinar en sus libros la probabilidad de que se hayan nutrido de las novelas fantásticas, imaginativas, ágiles, pero no sin fundamento, que escribió durante tantos años Alejandro Dumas.

Julio de 2002

Joan Amades y la mitología de las sirenas

Joan Amades y la mitología de las sirenas Joan Amades publicó en los años treinta un breve libro titulado Mitologia de la mar. He aquí las dos leyendas que recopiló sobre las sirenas.

És molt estesa la creença en la sirena, ésser femení mig dona mig peix, posseïdor d’una gran bellesa. En les nits de bon clar de lluna surt a flor d’aigua, fins al cos, tota nua i amb la cabellera estesa, i sembla talment una dona que es banya. Habita un palau submarí ple de meravellosos i sorprenents encisos. Sent una gran atracció pels homes, que procura atreure’s amb cançons delicadíssimes, sovint acompanyades amb un instrument de corda. El cant de la sirena té una atracció immensa i és difícil poder sostreure’s al desig de seguir-la. El qui la sirena sedueix és conduït per ella al palau submarí, on esdevé marit seu; hi gaudeix de vida rica i regalada, però es torna mig peix com ella i no pot tornar a la vida terrena.

La sirena era una donzella gallardíssima que vivia en un llogaret de la costa. Estava tan enamorada de la mar, que refusava tots els partits i deia que es volia casar amb la mar. Un dia amb una barqueta se n’anà molt endins i quan ja no veia terra s’emmirallà amb les aigües i caigué a la mar, d’on no ha sortit més i, es convertí en peix de cos avall. Encara que es presenta nua, té uns vestits preciosíssims formats per tots els éssers marins més meravellosos i esplandents. * Quan no pot atreure’s un home que desitja, s’enfureix desesperadament i desencadena els temporals més terribles; la fúria de l’aigua li arrenca petxines i altres elements diamantins del vestit, elements que després llença la mar a la platja i que la mainada va a collir amb avidesa per llur procedència. Són molts els gats de mar que diuen haver-la sentida i han fet popa a corre-cuita.

Y despúes del original catalán, la traducción de una servidora al castellano para que todo el mundo pueda entenderlo ;)



Se cree que la sirena, un ser femenino mitad mujer mitad pez, posee una gran belleza. En las noches de luna clara sale a la superfície del agua y saca medio cuerpo, desnuda y con la cabellera suelta y parece una mujer bañándose. Vive en un palacio submarino lleno de sorprendentes y maravillosos encantos. Siente una gran atracción por los hombres, que procura atraer con canciones muy delicadas que, a menudo, acompaña con un instrumento de cuerda. El canto de la sirena tiene una atracción inmensa y es difícil poder escaparse al deseo de seguirla. Quien es seducido por la sirena, es conducido a su palacio submarino, donde se convierte en su marido. Allí vive una vida regalada pero se vuelve medio pez como ella y ya no puede regresar a la vida terrestre.

La sirena era una doncella gallarda que vivia en un pueblecito de la costa. Estaba tan enamorada de la mar que rechazaba a todos sus pretendientes y decía que quería casarse con el mar. Un dia tomó una barquita y se fue mar adentro. Cuando ya no veía tierra, se reflejó en el agua y cayó al mar de donde ya no salió y se convirtió en pez de cuerpo abajo. Aunque se representa desnuda, tiene unos preciosos vestidos formados por los seres marinos más maravillosos y resplandecientes.
* Cuando no puede atraer al hombre que desea, se enfurece desesperadamente y desencadena los temporales más terribles; la furia del agua le arranca las conchas y otros elementos diamantinos del vestido, elementos que después la mar lanza a la playa y que los chiquillos recogen atraidos por su procedencia. Son muchos los lobos de mar que dicen haberla oído y que han virado a toda vela.


*The Mermaid's Rock de Edward Matthew Hale (1894).

El habla de un bravo del siglo XVII - Arturo Pérez Reverte

El habla de un bravo del siglo XVII - Arturo Pérez Reverte Arturo Pérez-Reverte pronunció este discurso en el día de su ingreso en la RAE.

Señoras y señores académicos:

Estar aquí esta tarde es favor altísimo y honra siempre codiciada, en palabras que son venerables en este recinto. Aunque ese favor y esa honra yo no los hubiera codiciado nunca, ni los imaginara siquiera, hasta que ilustres miembros de esta institución, a la mayor parte de los cuales no conocía sino por su prestigio, trabajo y magisterio, me hicieron el inmenso honor de proponer mi nombre para ocupar el sillón de la letra T.
Eso me ha colocado en una doble incomodidad. Primero, por encontrarme hoy aquí, en lugar de otros escritores cuyo trabajo admiro y respeto. Y también porque quien me precedió en el sillón que hoy ocupo fue el profesor don Manuel Alvar. Cualquier orgullo o satisfacción que yo pueda sentir por hallarme aquí se templa y hace modesto ante su obra y su recuerdo.
Con profundo respeto y agradecimiento, como escritor que trabaja con la lengua española que el profesor Alvar tanto amó, tengo que recordar a mi insigne predecesor en este sillón que me dispongo a ocupar. Y por si no bastara el inmenso caudal de su obra, y mi deuda (nuestra deuda) con ella, tengo el privilegio de que algunos de sus discípulos, de esas decenas de miles que tiene repartidos por el mundo de habla hispana, sean mis amigos; y en boca de ellos obtuve hace tiempo la costumbre de pronunciar siempre el nombre de don Manuel Alvar con veneración absoluta. Es difícil contar todo lo que hizo. Sería más fácil hacer recuento de lo que no hizo, al mencionar la obra de este pionero en la globalización de la filología española. Doctor honoris causa de 25 universidades, adelantado en el estudio del español del sur de los Estados Unidos y en el análisis de la sociolingüística al estudiar el español de las Canarias, el hondo saber de aquel maestro indiscutible de la dialectología española abarcó historia de la lengua, sociolingüística, toponimia, literatura contemporánea, literatura medieval, cronistas de Indias, fonética, poesía popular, lengua y literatura sefardí, y culminó en la titánica obra de los atlas lingüísticos, donde trazó la casi totalidad de la geografía del español; con especial atención a esa América que, en sus propias palabras, fue su ventana, desde el norte del río Bravo hasta la Tierra del Fuego, desde Puerto Rico hasta Ecuador. Y entre sus 40.000 páginas escritas y 859 títulos publicados, dos de esos títulos pueden considerarse un manifiesto oportunísimo para estos tiempos y esta Casa: Variedad y unidad del español, y La lengua como libertad.
Con esa lengua hermosa y libre a la que el profesor Alvar dedicó su vida entera, trabajo como escritor, como novelista, desde hace diecisiete años. Por eso hoy elijo un asunto que me es querido y familiar, desde que en 1995 empecé una serie de novelas históricas ambientadas en el siglo XVII, con intención de explicar, a la generación de mi hija, la España en la que hoy vivimos. Somos lo que somos porque, para bien o para mal (a menudo más para mal que para bien), fuimos lo que fuimos. En ese intento por recuperar una memoria ofuscada por la demagogia, la simpleza y la ignorancia, elegí como protagonista a un soldado veterano de Flandes que malvive alquilando su espada. El trabajo de ambientación histórica y el necesario rigor del lenguaje me llevaron a adentrarme, también, por los vericuetos fascinantes del habla de germanía: esa lengua marginal, paralela a la general y en continua interacción con ella, que ha evolucionado con el tiempo para conservar su utilidad hermética; y que hoy es lo que algunos llamamos golfaray: el argot de los delincuentes y de las cárceles, siempre en transformación. Pues, como ya apuntaban las jácaras del siglo XVI:

Habla nueva germanía
porque no sea descornado;
que la otra era muy vieja
y la entrevan los villanos.

Con cuatro novelas de esa serie escritas y con una quinta a punto de acabar, el asunto me resulta cercano. Por eso decidí que mi discurso de entrada en la Real Academia Española trataría del habla de un delincuente, de un bravo. Un valentón, en este caso, de los que en el siglo de Oro vivían mitad de las mujeres, mitad de alquilar su espada, o su cuchillo: un rufián, o jaque. El habla de esa gente quedó recogida en una abundante literatura contemporánea, incluidas brillantes páginas realistas de los más grandes autores de aquel tiempo; no en vano por la cárcel de Sevilla, por citar sólo una, pasaron Mateo Alemán y Miguel de Cervantes. Han transcurrido cuatro siglos, y esa jerga del hampa, riquísima, barroca, salpicada de rezos y blasfemias, no está muerta ni es una curiosidad filológica. Además de su influencia en el español que hablamos hoy, la germanía del XVI y XVII es un deleite de ingenio y una fuente inagotable, práctica, actual, de posibilidades expresivas. Para demostrarlo, con esa habla quiero contarles una historia.

EL HABLA DE UN BRAVO DEL SIGLO XVII

El bravo, el valentón, se levanta tarde. Ya empieza a bajar el sol sobre los tejados de la ancha, la ciudad (que en este caso es Madrid), cuando nuestro hombre se echa fuera de la cama, que él llama piltra, carraspeando para aclararse la gorja. Se nota que anoche besó el jarro más de la cuenta, y que la borrachera, la zorra, aún está a medio desollar. Nuestro jaque se lava un poco, y luego se compone los bigotes, que son fieros, apuntándole a los ojos. Que entre la gente de la carda, la valentía se estima según el tamaño de los bigotes y el mirar zaino, valiente, de quien es (o parece) capaz de reñir con el Dios que lo engendró. Pues él es uno de esos de quienes dice la jácara:

En ese mar de la Corte
donde todo el mundo campa,
toda engañifa se entrucha
y toda moneda pasa;
donde sin ser conocidos
tantos jayanes del hampa
tiran gajes, censos cobran
de las izas y las marcas;
donde, haciendo punto de honra
esto de la vida ancha,
andan como cazadores
viviendo de lo que matan.

Se viste nuestro bravo, tintineándole al cuello el crucifijo de plata y las medallas de santos. Su indumento es propio de la jacarandaina: un poco a lo soldado, pese a no haberlo sido nunca. A él, las guerras de Flandes y de Italia le pillan demasiado lejos, y es de los que dirían, en palabras de Lope:

Bien mirado, ¿qué me han hecho
los luteranos a mí?
Jesucristo los crió,
y puede, por varios modos,
si Él quiere, acabar con todos
mucho más fácil que yo.

El caso es que se viste con aires de mílite, cosa natural entre la gente de la hojarasca. Aunque al turco y al luterano no los conozca sino de los corrales de comedias, él y sus compadres suelen dárselas de veteranos de los tercios o de las galeras del rey. Y alguno lo es, en efecto; pero como bogavante en gurapas: como galeote. El caso es que el valentón se pone la camisa, que no es lo que en su jerga llama una cairelota, una camisa elegante, sino una lima sencilla, y no muy limpia (nuestro jaque ignora, por supuesto, que esta palabra, lima por camisa, como varias de su parla, seguirá utilizándose en el golfaray que hablarán los delincuentes del siglo XXI). Se pone luego los calzones, o alares, palabra que también ha llegado hasta la jerga rufianesca de nuestro tiempo. Enfunda luego las gambas en las cáscaras, o medias; y después se calza lo que algunos germanes llaman duros, o pisantes, pero que él prefiere denominar calcos, tal vez porque le suena (y así es, aunque no lo sabe) palabra más culta e hidalga (otra, por cierto que llegará también hasta nuestros días), y porque el acto de poner pies en polvorosa, propio de su oficio sobre todo cuando asoma gurullada de alguaciles y corchetes, suena más digno cuando se lo define con la palabra calcorrear. Pues los hombres de hígados como nuestro bravo no se van, sino que se alonan. No corren, sino calcorrean. Nunca huyen, sino que se trasponen, se alargan, redoblan, las afufan o se van al ángel. Sin olvidar la expresión más común en el ambiente: peñas y buen tiempo.
Completa nuestro bravo su indumento con unas grullas, o polainas. Después se pone el apretado, o jubón. Por su oficio debería cubrirse el torso con un coleto de ante o de cuero, o mejor con un jaco o cota de malla, también llamada once mil o cofradía; pero lo prohíben las premáticas del rey nuestro señor. De manera que se conforma con lo que él llama un cotón doble: un jubón forrado de estopilla, que a un arrojado de braveza siempre lo ayuda algo cuando granizan cuchilladas. Así vestido, el valentón mete en la sacocha de la goda (así llama al bolsillo de la derecha) la bolsa, o cigarra, cargada sólo con unos pocos charneles. Y en el puño del jubón, sobre la cerra lerda (la mano izquierda), introduce un mocante de lienzo fino, bordado por su marca, su hembra: una bachillera del abrocho que trabaja en una manfla (una mancebía) de la calle de la Comadre.
El tiempo no es malo; pero a la noche, refresca. Mejor capa que herreruelo. Descarta el bonito y recurre a la abuela, también llamada pelosa. Antes, por supuesto, nuestro rufo se ha ceñido el instrumento propio de su oficio: la espada, que él gusta llamar centella y a veces durindana: esto último porque, aunque apenas sabe escribir (y se le da una higa, porque en España nunca fue de hidalgos leer ni hacer buena letra), nuestro bravonel posee una cultura elemental, popular, procedente de los corrales de comedias y los romances oídos en los mentideros, en las tabernas y en las plazas; aunque su gusto tienda más al lenguaje de la jacaranda, que es su garla, y en la que se encuentra a sus anchas cuando oye eso de:

A la capa llama nube,
dice al sombrero tejado,
respeto llama a la espada,
que por ella es respetado.

O lo de:

Mató a su padre y su madre
y un hermanito el mayor;
dos hermanas que tenía
puso al oficio trotón.

Por aquello de que para ir artillado más vale que sobre y no que falte, completa nuestro bravo el equipo con una ganchosa vizcaína: una daga de ganchos lista para salir como un relámpago. Que, en el oficio de valentía, hombre precavido mata por dos, o por siete. Pues nuestro bravote, al menos de boquilla, es de aquellos a quienes hacía decir Calderón:

¿Y cuántos hombres son estos
que he de matar? Porque vaya,
con que si no son cincuenta,
con menos no hacemos nada.

Y como en materia de precauciones nunca hay nada superfluo, también coge lo que nosotros llamaríamos cuchillo, pero que él prefiere llamar desmallador, conocido también, en su ambiente, por los elocuentes nombres de filosillo, secreto, agujón, barahustador y enano. Luego nuestro rufián requiere el gavión o chapeo, el sombrero, que él llama tejado, y que es ancho, de mucha falda. Se lo arrisca a lo bravonel y sale a la calle con mucho ruido del hierro que carga encima y el andar arrufaldado y zambo (nosotros diríamos chulesco) de los valientes:

Rebosando valentía
entró Santurde el de Ocaña;
zaino viene de bigotes
y atraidorado de barba.
Un locutorio de monjas
es guarnición de la daga,
que en puribus trae al lado
con más hierro que Vizcaya.

Cruza la plaza, y su ojo avisado advierte los trajines de la vida que late alrededor. El sitio es de posadas: bullen buscavidas, ociosos y mendigos, también llamados capachas, con mutilaciones reales o fingidas que, de creerlos, estuvieron en Amberes, en Nieuport y hasta en Lepanto, y que piden limosna de la manera que suelen los mendigos españoles: con muchos fieros y palabras arrogantes, como si el sonante se les debiera por derecho, y la única forma de disculparse con ellos fuese decir: “perdóneme vuesamerced, pero hoy no llevo dineros”. Que en España, hasta los mendigos dicen aquello de:

Entre nobles no me encojo;
que, según dice la ley,
si es de buena sangre el rey
es de tan buena su piojo.

Más allá, a la puerta de una bayuca, entre las mesas con jarras de vino, un anciano de pelo blanco y aspecto hidalgo pide por la doncella (un timo tan frecuente en la época como todavía en nuestro tiempo el tocomocho) a la busca de un palomo al que sangrar la bolsa de dineros, o armas reales. También los peinabolsas de la cofradía del agarro hacen su vendimia. Son de ésos a los que don Francisco de Quevedo llama:

Murciélagos de la garra,
avechuchos de la sombra,
pasteles en recoger
por todo el reino la mosca.

Muchas del centenar largo de variantes que en germanía del XVII debe de tener la palabra ladrón (de puta habrá más de ochenta) se dan en la ciudad, en este cuartel y en esta plaza: bailes, caleteros, cicarazates, comadrejas, apóstoles, picadores (que perviven hoy en la palabra piqueros, o carteristas), lechuzas, alcatiferos, golleros, sanos de Castilla, farabustes, ciquiribailes, buzos, cherinoles, doctores del araño, murcios, filateros, águilas de flores llanas. Incluida, entre muchas otras, una que todavía se usa: juanero: ladrón especializado en aliviar de peso, hoy euros como antaño maravedises, los juanes, o juanillos: los cepillos de las iglesias.
Sigamos a nuestro valentón. Y por no salir de Quevedo, digamos que :

Con el fieltro hasta los ojos,
con el vino hasta la boca
y el tabaco hasta el galillo,
pardo albañal de la cholla,
columpiando la estatura
y meciendo la persona,
Zampayo entró, el de Jerez,
en casa Maripilonga.

Llega así el bravo hasta una taberna, la que más frecuenta porque tiene puerta trasera por donde guiñarse si a los vellerifes del Sepan Cuántos, o sea, los alguaciles y corchetes de la Justicia (también llamados alfileres de la gura), se les ocurre asomar por allí. Entra el rufo en la bayuca retorciéndose los bigotes, el aire peligroso, poniendo el baldeo en gavia, o sea, apoyando la mano en el pomo de la espada para que ésta le levante la capa por detrás, a lo bravo. Dándose además mucho toldo, porque nuestro hombre gusta, como todos sus camaradas de la carda (y como todos los españoles en general), de apellidarse hijodalgo, muy Mendoza y Guzmán y cristiano viejo por línea directa de los godos. Que en nuestro siglo XVII (y la cosa estuvo lejos de terminar ahí) hasta los sastres y los zapateros se colgaban espada y eran don Fulano y don Mengano. Asunto sobre el que, entre otros, ya ironizaba Lope de Vega:

Mándame quemar por puto
si no valiere un millón,
imponiendo en cada Don
una blanca de tributo.

Y que tampoco se resume mal en aquellos otros versos lopescos que no han perdido, por cierto, su vigor ni su sentido en cuatro siglos:

¡Oh, españoles fanfarrones,
todos voces y palabras!
Nidos sois de la soberbia,
allí le nacen las alas.

El caso es que entra nuestro matante como quien es, y se para a lo escarramán, las piernas muy abiertas y echada la cadera, mirando alrededor con ese aire entre receloso, fanfarrón y avisado que los de su oficio llaman a medio mogate. Saluda a la amontonada valentía que allí anda bebiendo, o sea, piando de la bufia, y la jábega le responde grave con mucho vuacé y uced y camarada, pronunciando las palabras a lo gayón, muy puestos en garla de jaque. Son de los que cantan:

Vino y valentía,
todo emborracha;
más me atengo a copas
que a las espadas.
Todo es de lo caro,
si riño o bebo,
con cirujanos,
o taberneros.

Se sienta nuestro rufo con otros dos matachines que, como él, viven a lo de Dios es Cristo y, a fe de tales, cargan sobre el hígado más hierro que las rejas de la cárcel de Sevilla, amén de capas fajadas por los lomos, jubonazos de estopa, chapeos con las faldillas altas por delante, bigotazos de ganchos y tatuajes en los dorsos de las manos de uñas tan negras como sus almas. Pide vino para él y aquí, los valentachos, y algo de muquir, que su estómago mocho tiene boque, es decir hambre. El vino se lo traen aguado: bautizado, o cristiano. Protesta el bravo con mucho pardiós y pesiatal, diciendo que esa afrenta no se viera ni entre luteranos. Al cabo traen otro vino, esta vez infiel como arráez de galera turca. La mufla, que llega al poco, consiste en un guiso de gallina, a la que el bravo se refiere como gomarra (aún se llama hoy a los robagallinas gomarreros) y una escudilla de quemantes crudos: de ajos. Embucia con apetito el recién llegado y sorben los tres como para quitarse las pesadumbres, limpiándose los bigotes entre tiento y tiento.
Mientras apiornan, o azumbran, los tres bravotes hablan de la vida y de sus cosas. Que si el perro inglés ronda otra vez Cádiz. Que si el turco baja o sube. Que la coima de Fulano tiene mal francés y le ha pegado las melacotufas a su engibacaire. Que a Zutano le trincharon los aparejos el otro día, por apitonarse con un rajabroqueles que le salió rápido de acero. Que a Mengano, por no sobornar a un alguacil (o sea, por no ensebarle la palma al mayoral de la güerca), le hicieron un jubón de pencas, de latigazos, y salió luego de ajo en la ristra de la chusma y camino del Puerto de Santa María, para muflirse, o comerse, tres años de gurapas (de galeras) cosido al remo, o palo de batanear sardinas. Y todo porque, como en aquella carta famosa del Escarramán a su daifa, la Méndez:

Remolón fue hecho cuenta
de la sarta de la mar,
porque desabrigó a cuatro
de noche en el Arenal.

Luego recuerdan con afecto a Perengano, que andaba escondido, o sea, a sombra de tejados desde que con otros camaradas le afufó el alma a un corchete: a un alano de la gura. Al pobre Perengano lo acerró por fin el árbol seco (la Justa, la Justicia) saliendo de la iglesia donde se había refugiado, o, dicho en valiente, llamado a altana. En el estaribel (palabra que sigue en uso en el golfaray del siglo XXI para designar la cárcel) le pusieron cuerdas y clavijas sin ser guitarra; pero el bravonel se comió tres ansias (es decir, tres tormentos de agua y cordel) como un grande de España, sin berrearse de los camaradas (ese berrear por delatar también sigue hoy en vigor); y allí sigue el león, embanastado pero en soniche. En silencio. Cosa muy de elogiar, por cierto. Que negar cuando se anda en tratos de cuerda es de godos, y para ejemplo, Grullo:

A Grullo dieron tormento,
y en el de verdad de soga,
dijo nones, que es defensa
en los potros y en las bodas.

Amén que tener quieta la sin hueso, aparte de ser punto de honra cuando entras en la casa fosca (la cárcel, otrosí llamada caponera, cesto de culpas, casa de poco pan y bolsón de la horca) es también saludable cuando después uno tiene que dar cuentas a los camaradas de lo que dijo y de lo que no dijo. Pues cuando se es fuelle, ventor o abanico (es decir, delator o soplón), cualquier bramo lo pagas con la gorja. Y puestos a decir algo, las mismas letras tiene un no que un sí.
Bien remojada la palabra, los tres escarramanes tratan de su oficio. Son malos tiempos, por vida del rey de copas. Como dice el baile:

Todo se lo muque el tiempo,
los años todo lo mascan.
Poco duran los valientes,
mucho el verdugo los gasta.

Eso, en cuanto al oficio y los camaradas. En cuanto a las yeguas que cada cual tiene en la dehesa, las cosas tampoco van muy bien. Sus hembras, se lamentan los rufos, apenas rinden resullo (dinero). Últimamente no trotan más que de baratillo, y el poco socorro que aportan con el trabajo de su broquel (o guzpátaro, para entendernos, aunque hay otros nombres; y permitan que me quede ahí), ese dinero se les va a ellos alijando la nao, o sea, gastándoselo con la desencuadernada (los naipes) o con los dados: los huesos de Juan Tarafe. Y del oficio de valentía, para qué hablar. Agua y lana. O sea, fatal. Uno de los jaques se queja de que ayer mismo un cartujo (un marido barbado, es decir, cornudo) pretendía una hurgonada (una estocada) al querido de su legítima por la fardía ledra de veinte míseros ducados. Una vergüenza, se lamenta otro compadre. A él le ofrecieron, explica, veinticinco ducados por trincharle las asas (las orejas, también llamadas mirlas) y treinta por calaverar (cortar la nariz) a un galán que ponía (observen hasta qué punto el golfaray del XVII trabajaba también lo culto) aljófar en alcatara ajena. Por vida de Roque, adónde vamos a parar, se lamentan los tres bravos. Ni entre turcos o herejes viérase tal desprecio por el oficio de valentía. Por ese argén, matiza uno, no hay hombre de bien que desenvaine la fisberta. Lo más que puede ajustarse por veinticinco granos es un chirlo en la cara; un tajo de diez puntos o, como mucho, un beneficio de doce, e incluso una cruzada de oreja a oreja: de aldaba a aldaba. Así se lo dije al bacalario, responde el primer rufo. El hijo de mi madre no trincha una calle del tabaco, o sea, una nariz, por menos de cuarenta cruzados. Se me apitonó el cliente muy Bernardo, echamos verbos y a punto estuve de desnudar la de Juanes y atarascarlo a él, dándole su ajo, pero gratis. Que, como dicen los valientes en los entremeses de Hurtado de Mendoza:

Eso déjolo yo para la zurda,
que con la diestra soy del mundo azote.

En fin. Son malos tiempos, se quejan de nuevo los compadres, besando el jarro. Mundo mundillo; nacer en Granada y morir en Trujillo. Parlan luego de tiempos gloriosos, cuando el Escarramán, y Gonzalo Xeniz, y Gayón el de la mojada (la cuchillada) famosa, y otros bravos respetados, que no cenaban liebre ni gallina, ni temblaron nunca sino de frío. Como, sin ir más lejos, Ginesillo el Lindo, que a primera vista daba astillazo porque parecía alcorza, tan rubio y blanco de piel, de los que cuentan (ahora diríamos de los que entienden), pero que en realidad era caimán probado, con tantos hígados como el que más; y que hizo cecina a un corchete, afufándole el alma porque éste lo llamó puto en público. Pues, como dice Calderón en otro entremés famoso:

Que soy muchísimo hombre
para andar escrito en burlas.

Comentan también el caso de Tomás Mojarra, un arrojado de braveza al que dieron de agudo desabrigándole el resuello con dos palmos de toledana: al verse descosido el cofre de los molletes (la barriga), hecho un eccehomo en un charco de colorada y sintiendo que se iba por la posta, pidió confesión y óleos; pero luego, cuando llegó el dómine con los avíos, viendo que había conocidos cerca, se lo pensó mejor y se negó a cantar en la última ansia, diciendo que no era de hidalgos derrotarle al cura lo que tantas veces había callado en el potro. Aunque, puestos a hablar de hombres crudos, no podía olvidarse a Nicasio Ganzúa, buen tajador, que despachó a su propio padre, y a dos que pasaban por allí, sólo porque el padre le dijo: “mientes por la barba”. Ganzúa era de esos de los que cuenta Cervantes:

Con una daga que le sirve de hoja,
y un broquel que pendiente trae al lado,
sale con lo que quiere o se le antoja.

Con Ganzúa, la noche antes de su ejecución en la plaza de San Francisco de Babilonia, Sevilla, ciudad que es Chipre de los valientes, los camaradas echaron tajada (que así se decía a acompañar al amigo que iba a ser ejecutado al día siguiente) confortándolo en el banasto (o trena, como aún decimos después de cuatro siglos) con mucho azumbre y guitarras. Y Ganzúa, como quien era, estuvo jugando a las cartas todo el rato con muchos argamandijos (o redaños) y con mucha flema, hasta el alba (seis granos juego, matantes tengo, voy con la puta de oros, alce vuacé por la mano, envido, malilla y demás lances de la baraja, o catecismo). Y además decía entre naipe y naipe que verse enjaulado no era injuria, pues enjaulados se tenía a los leones. Y en cuanto a la enfermedad de esparto de la que en la siguiente clarea (al día siguiente) iba a verse con la Cierta (la muerte, también llamada la Descarnada o la Chata), a él, a fin de cuentas, quien lo llevaba al finibusterre era la justicia real, o sea, el mismo rey; y a eso, dijo, nada tenía que objetar, pues entruchaba (entendía) que quien lo sacaba del mundo era el rey en persona, como quien dice, y no un calcirroto cualquiera. Que, en tal ilustre marrajo como él, fuera deshonra verse despachado por un don nadie, y que a otro no se lo hubiera consentido en absoluto. Y con ese talante subió al día siguiente al patíbulo, o sea, al cabo de Palos; y mientras le añudaban la calle del trago, aún tuvo alforjas para decirle al bederre (al verdugo) que hiciera su oficio bochándolo con presteza y decoro, porque él no era de los bravos de contaduría que blasonan del arnés y nunca lo visten, sino de los que dicen: tenga yo fama y háganme pedazos. Que en vida nadie se la hizo que no la pagase; de manera que, si no lo despachaba por la posta y como a un hidalgo, el día de la resurrección de la carne iban a verse las caras. Y entonces, voto al coime de las Clareas, o sea, a Dios y a quien lo engendró, daríale tierra hasta el ánima.
Tratan luego de un negocio en curso. Ya saben vuacedes, dice nuestro bravo, que en España no hay más Justicia que la que uno compra. Que, como decía Lope en La noche toledana:

El médico está mirando
cuándo el de a ocho le encajas;
el letrado, cuándo bajas
la mano al párrafo, dando;
el jüez, cuándo le toca
la parte del denunciado;
el procurador no ha dado
paso hasta que el plus le toca;
el que escribe, sólo atiende
cuándo sacas el doblón.
Cualquiera negociación
de sólo el dinero pende.

Y resulta, prosigue, que un amparo (es decir, un abogado) de la plaza de la Providencia, que defiende un pleito complicado y costoso de los llamados sanguijuelas, paga bien si a un testigo molesto le abren una buena boca de tarasca para impedir que declare ante el juez y el escribano (o, para entendernos, ante el Noli me tangere y el lima sorda). Así que una de estas noches, apunta el valentón, cuando todo esté oscuro a boca de sorna, tendremos danza de blancas, con la ventaja casual de que somos tres a uno (que hasta para acuchillar a un manco hay que precaverse), y de que al mayoral de alacranes, el alguacil que estos días vigila este cuartel, se le ha ensebado la palma y no hemos de temer que nos inquiete la Justicia. Pero si algo sale torcido, a ledras, y durante el negocio asoma la zarza (la ronda), cerca tenemos la altana de San Andrés, para trasponernos y amadrigarse en sagrado, hasta que escampe.
Se levanta nuestro jayán y hace tintinear un Juan Platero sobre la mesa: un real de a ocho, también llamado Juan Redondo. Pero los dos amigos le dicen que se guarde el cumquibus, que hoy pechardinan de manga. O sea, que pagan tomando la penchicarda. Dicho y hecho. Alzan la voz los tres y echan verbos como si discutieran, en tono propio de aquella jácara quevedesca:

¿Tú te apitonas conmigo?
¿Hiédete el alma, pobrete?
Salgamos a berrear,
veremos a quién le hiede.

Y en efecto, los tres hampones salen afuera muy atropellados y sin pagar, como dispuestos a reñir acuchillándose las asaduras; y una vez en la calle se despiden y se van cada uno por su lado. Que, como dice el refrán, hombre apercibido, medio combatido.
Una vez solo, camina el bravo por la calle como si fuera suya, contoneando el navío (el cuerpo), el aire feroz, una mano en el pomo de la temeraria y la otra retorciéndose los bigotes. Busca a su coima, que anda en corso tres esquinas más allá. En este punto conviene recordar que la hembra de nuestro bravo es murciélago de moneda, de ésas que saben de coro la cartilla del buscar:

Piensa que somos de aquellas
que infaman este lugar,
que salen a negociar
con la luz de las estrellas.
Que salen, aventureras,
a esta Vega y al Cambrón
a dar público pregón
de sus hermosuras fieras.

Y exactamente así encuentra nuestro bravo a su marca: en tratos con un cliente a la puerta de la manflota, la mancebía (también llamada aduana porque nadie pasa adentro que no pague), y decide quedarse por allí, esperando que el palomo se decida a alojar el caballo en el broquel de la hurgamandera y alcabale los nipos, o dineros. Porque no será nuestro bravote quien impida a su pencuria ganarse la vida, y de paso la de él.
Sin embargo, el cliente no se decide a abrochar. Quizá le parecen caricios los dineros que pide la rabiza por que le troten el anca. El caso es que nuestro rufián se impacienta; de manera que se acerca, arroldanado y bravoso, añusgando (mirando furioso) al mandria muy fijo y muy zaino, con las piernas abiertas al caminar, andando a lo columpio sin apartar la cerra, la mano, de la amenazadora bayosa que carga al costado. El otro parece hombre de paz y poco amigo de reñir. Así que, temiéndose un araño, se acatalina y bate talones tomando calzas de Villadiego. O, dicho de otro modo, peñas de longares. Murmurando tal vez entre dientes aquello que decía Juan Rana:

-¿Y /el /atajo /que os dije?
-En mi trabajo,
no salir a reñir es el atajo.

O, filosofando, con versos rufianescos cervantinos:

Muerte y vida me dan pena;
no sé qué remedio escoja,
que si la vida me enoja,
tampoco la muerte es buena.

El caso es que allí queda nuestro rufo dueño del campo, y le dice a su gananciosa que palme el cairo de la jornada, que tiene necesidad de socorro. Le entrega la otra el rescate, que no es mucho, lamentándose de la poca paja que últimamente mete en el establo; pero es que, señala en su descargo, estos días está con la camisa, o sea, con la costumbre.

Dices que te contribuya,
y es mi desventura tal,
que si no te doy consejos,
yo no tengo qué te dar.

Pese a las excusas, al engibador le parece poco dinero; se arrufa, y para demostrarlo hace ademán de asentarle la mano. Déjate de tretas y alicantinas, dice, y no le hagas cagar el bazo a este león. Que ya me conoces: hay cosas que no sufro ni en Argel, y cuando se me alborota el bodegón igual atrueno a dos que a doscientos, y soy capaz, pardiez a caballo, de borrajarte el mundo, o sea, cruzarte con un signum crucis, un tajo, esa bonita cara. Así que alonga luengo y gánate tu jornal y el mío. Todo eso se lo dice con la mano levantada, como si fuera a jugar de abejón sacudiéndole el balandrán a la pecatriz, que se amilana y llora (acebolla los columbres) vertiendo abundante clariosa de los lagrimales porque teme una turronada. Pero el jaque amaga y no da. Pese a sus fieros, en el fondo le tiene ley a su cisne. Cuando se pone tierno, cosa que ocurre sólo muy de vez en cuando, le recita junto al asiento de las arracadas, u orejas, aquella vieja jácara:

¡Ay coima la más godeña
de toda la germanía,
reina de todas las coimas
y flor de todas las izas!

La iza es, con perdón, más puta que la Caba Rumía; pero eso sí: cumplidora, limpia, ambladora y muy buena (muy godeña) en el oficio trotón. No como esas calloncos y grofas de todo trance a las que, por decirlo en germán culto, o casi, les aceitan de almendras el alhorce por cuatro maravedís. No. La de nuestro bravo es doctora del arte aviesa; y de tan buen aspecto, en opinión de su hombre, que podría pasar por tusona de categoría, de las que frecuentan condes y marqueses. Y tan dispuesta a lo suyo, además, que de quedarse preñada (cosa que evita una vieja cobertera de la vecindad), podría decirse lo del romance aquel de don Francisco de Quevedo:

Fuimos sobre vos, señora,
al engendrar el nacido,
más gente que sobre Roma
con Borbón por Carlos Quinto.

El caso es que, que, asentada su autoridad, el jaque se guarda la pecunia, le palmea el buz (o retaguardia) a la daifa y la deja seguir ruando, no sin que antes ésta lo llame cherinol de mi corazón, flor de la altana, cosario de mis columbres, abrigo de mis criojas y (en plan más íntimo) ballestazo de mi broquel, califique su boca de arcaduz de mi dicha, y sus ojos de quemantes de mis asaduras. Que, en la España del siglo de Oro, las bachilleras del abrocho no necesitan leer a don Luis de Góngora para enjaezarles las escarpias, o sea, halagarles las orejas, a los gallos (a los caporales) de sus entretelas.

Que, por Dios, así me goce,
que le vi reñir con doce.

Se encamina nuestro bravo a la casa de conversación, es decir al garito, no sin hacer antes viacrucis por las tabernas, o sea, por las alegrías y consolatorias que le pillan de camino, haciendo suyo aquel higiénico y casi filosófico principio de la jácara Las postrimerías de un rufián:

¿Cuándo se vio que muriese
hombre que sin asco sorba?

Seguro de eso, el bravonel escurre el barro, o el estaño, que en todo puede ir el vino, con algunos conocidos piadores que por allí pastan, haciendo la razón, o brindis, o dominus vobiscum. Y al fin, bien remojada la palabra, lo vemos llegar a la casa de tablaje, y:

Entrar de capa caída,
como los valientes andan,
azumbrada la cabeza
y bebida la palabra.

El garito, todo hay que decirlo, no es coima de minoribus, o de poquito, sino coima de maioribus donde se juega a lo grande, y lo mismo ruedan brechas, o dados (también llamados albaneses, hormigas, astas, peste o cuadros), que se ara con bueyes; nombre éste que los germanes dan al libro real: la baraja, también llamada desencuadernada, o catecismo. En el garito se juegan lo mismo quínolas, polla y cientos, que son juegos de sangría lenta, donde un palomo sangra el argento poco a poco, que el siete, el reparólo y otros juegos de los llamados de estocada, por la rapidez con que te dejan sin dinero, sin habla y sin aliento. La comparación no es ociosa, pues ya lo dijo Lope:

Como el sacar los aceros
con quien tuviere ocasión,
así el jugar es razón
con quien trajere dineros.

Sólo que en este lugar, para evitar males mayores, las armas se dejan al portero, pues en gente poco sufrida como la española, y más si es del hampa, los dimes y diretes suelen terminar a cuchilladas. Así, dejando chapeo y capa, y aliviado de hierro, pasea el valentón entre rumor de conversaciones, tahúres, jugadores y mirones que dan coba a los que ganan, en busca de propina, o barato. En las mesas, alrededor de las cartas y de los dados que ruedan, se oyen suspiros, jaculatorias y pardieces. Sobre todo esto último: juramentos de los que alijan el navío. O sea, los que palman; o más bien de aquellos a quienes, en versos lopescos, despalman:

Veinte escudos que tenía
de mi amo le he jugado
con un fullero taimado,
pensando que no sabía.
Por la compuesta le alcé,
y tanto del juego ignoro,
que, de veinte escudos de oro,
con uno me levanté.

En ese ambiente de tipos gariteros (sages, vivandores, coimeros, templones, cercenadores, caballos, astilleros y dancaires), nuestro bravo encuentra a algunos conocidos prestamistas del garito, llamados tomajones, que lo abrazan. Y responde con tiento, recordando que en lugares como ése, españoles todos a fin de cuentas:

Cuando te abracen, advierte
que segadores semejan:
con una mano te abrazan,
con otra te desjarretan.

Se juega nuestro bravo el cumquibus de su daifa, evitando las mesas donde fulleros y doctores de la valenciana expertos en ahuecar el as, el rey, el siete o la sota en forma de teja o boca de lobo, astillarlo con una marca o un raspado o hacerle la ceja para reconocerlo, despluman a chapetones incautos con barajas a las que también llaman huebras. Llevan éstas los naipes (los bueyes) preparados y llenos de trampas, o flores, que son tan infinitas como el ingenio (berrugueta, ballestón, tira, cristalina, alademosca, panderete) y que parecen directamente salidas del popular romance de Perotudo:

Diez huebras lleva de bueyes;
cada cual es con su flor,
con la raspa y cortadillo,
tira, panda y ballestón.

Prueba primero nuestro bravote con los dados, a los que él llama brechas. Ruedan en su contra, así que piensa que están cargados o tal vez amolados: Mira mal al brechador, y decide cambiar de aires antes de que lo dejen en cordobán. Se va a una de las mesas de cartas donde se aran quínolas, y cuaja conversación, que así se dice a empezar a jugar. Pero hace agua, o sea, pierde más que gana, y termina jurando a los doctrinales. O, dicho de otro modo, echa mantas y no de lana, renegando del papo de Adán y del broquel de Eva. No se fía del tahúr que lo despluma, y lo observa con mucho cuidado intentando descornarle la flor, o adivinarle la trampa, atento a si hace amarre (que es truco para que salga cierto naipe), o salvatierra reteniendo el siete de matantes, de espadas, que en germanía se conoce como setenil, ronda o cueva del becerro. Carta esa, o buey, que a nuestro bravo le permitiría cambiar su suerte. Pero no lo consigue. Sigue perdiendo, y añusga de mala manera al fullero, que con mucha desvergüenza le sostiene la mirada. Sin duda el otro es brujulero fino, de esos de los que puede decirse:

¡Vive Dios, que no hay mayor
bellaco desde aquí a Roma!
¡Qué bien unos naipes toma,
qué bien sabe cualquier flor!

Viendo su dinero más perdido que el alma de Judas, se enfada nuestro bravote, más por no poder probar la flor que porque se la hagan. Aunque empieza a olerse que se la fragua un doble del fullero, que a su espalda, dándoselas de curioso, puede estarle haciendo el espejo de Claramonte, pasándole al otro señas de los palos vacíos (el cinco de bastos), la calle del puerto (el seis de copas) y la puta de copas (la sota) que nuestro bravo tiene en las manos. Al fin se vuelve el rufo a decirle al apuntador que se quite de ahí. Echan verbos y mentís por la gola, y al cabo hace nuestro león ademán de meter mano a la temeraria que no lleva, porque se la dejó al portero. Dicen de salir a reñir afuera. Tercian los conocidos y también el dueño del garito, pidiendo que no se alborote el aula; y al fin, nuestro bravo observa que el fullero y su contrayente (hoy todavía se usa la palabra consorte para cómplice) no están solos, sino que tienen cerca una camada de cuatro o cinco campeadores de garulla, o padrinos, por si las cosas se complican y hay que darle a alguien en la calle un catorce, o un antuvión de esos que llaman conclusión o mojada de cien reales. El caso es que, como las reglas de los que profesan de braveza dicen valientes pero no tontos (crudos pero no badajos), nuestro Roldán decide que peñas y buen tiempo. De manera que se va hacia la puerta como si tuviera algo importante que hacer, tocándose el cinto cual si lamentara no ir rebozado de hierro hasta las cejas. Y allí, muy arrojado de chanfaina, se vuelve a medias y le dice al mozo de la puerta: “Cuerpo de Mahoma, juro a dix y vive Dux, juro por mis dos y por mis cuatro que si no tuviera un asunto urgente, voto al cinto, desataba la sierpe y le contaba los botones con mi temeraria a más de un bellaco. Por vida del rey de espadas (que de España iba a decir) que no hay bastantes hombres aquí para quien, como yo, ha reñido cien veces y matado a quinientos, y eso en ayunas. A fe de quien soy, y no digo más. Y quien dijese lo contrario, miente.”

...Y luego, encontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.