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El rincón de Irenia

La figura

La figura El día de Santa Lucía era para ella el inicio de la Navidad. Cada año su abuela la llevaba a ver los tenderetes con figuritas para el pesebre, y cada año escogía una. La elección no era nada fácil; primero recorría todas las paradas con detenimiento hasta que daba con aquella imagen singular que le llamaba la atención.
Después de haber recorrido la feria un par de veces, aún no había encontrado la figurita y ya estaba a punto de desistir cuando se fijó en un ángel que estaban a punto de tirar porque tenía una ala rota.
-¡No! –gritó la niña al vendedor—. No lo tire. Me lo quedo. Envuélvamelo, por favor. Es para regalar.
-¿Para regalar? Se asombró su abuela. ¿Vas a regalar un ángel roto?
-Sí -dijo la niña segura de sí—. Es para alguien especial.
Lo guardó con cuidado en el bolsillo de su abrigo y se marcharon para casa.

Todavía no era de noche y la niña pidió si podía ir un rato a la playa. Se podía pasar horas contemplando el mar, absorta, sin hacer nada más. Esa era su mayor diversión desde que era muy pequeña, pero se había convertido casi en obsesión desde que Lena, su mejor amiga, se marchó a vivir a otro país. Le encantaba otear el horizonte intentando descubrir hacia donde se dirigían los barcos que veía navegar a lo lejos; quizá se dirigiesen al país de Lena.
Hacía unos días que alguien había aparecido en su vida por azar, una tediosa tarde de invierno, cuando la soledad que sentía le oprimía el corazón con fuerza.
-¿Qué haces sola en la playa? –Escuchó que le preguntaba una voz femenina que parecía un canto.
-Nada. Miro el mar –contestó.
La niña notó que se sentaba a su lado y se giró a mirarla. Era una mujer mayor pero aún conservaba buena parte de la belleza que poseyó en su juventud. Tenía el pelo completamente blanco y brillante y sus ojos eran glaucos como el mar.
-¿Sabes que el mar nos habla? –comentó la mujer.
-¿El mar habla? No, no lo sabía. Yo sí que le hablo y le cuento lo que me pasa, pero nunca pensé que él pudiese contestarme.
-Pues sí que lo hace –respondió la mujer-. Fíjate bien y verás como cada ola contiene un mensaje diferente. Concéntrate y lo escucharás.
La niña hizo caso a la mujer, pero no oyó nada.
-A ver, ¿ves esta ola que acaba de morir a mis pies?
-Sí -dijo la niña
-Esta ola me ha dicho que te gustaría que las Navidades no llegasen nunca.
-¡Es verdad! –exclamó sorprendida la niña.
-Y, ¿por qué? –preguntó la mujer.
-Porque me siento triste y son días en los que uno debe estar alegre, reír por todo, ser feliz... Y yo sólo tengo ganas de llorar. Sólo me siento bien aquí, mirando el mar.
-El mar te calma... Bien, eso está bien. Y además significa que eres alguien especial.
-¿Especial? ¿Qué significa eso? –inquirió la niña.
No todas las personas sienten su llamada, sólo ocurre con la gente que tiene una sensibilidad determinada para ello; pero aún eres muy pequeña para entenderlo -la mujer se quedó un rato callada, contemplando fijamente las olas—. Yo viví en el mar. Hace mucho tiempo de eso, y cada año, por Navidad, volvía a tierra para encontrarme con los míos. Era realmente hermoso –le contó sin apartar la vista del agua y con la mirada llena de nostalgia-. Tengo que irme, pequeña. Espero volver a verte. ¡Ah! Y no te olvides de mirar el buzón cuando llegues a casa.
Más por curiosidad que otra cosa, la niña abrió el buzón. Y allí estaba la felicitación de Navidad de Lena. Le contaba que vendría con sus padres a pasar las fiestas y que esperaba verla muy pronto.
La alegría de la niña fue mayúscula, pero una serie de preguntas la asaltaron: ¿De dónde había salido aquella mujer? ¿Por qué sabía que había una carta de Lena en el buzón? ¿Por qué le había dicho que era especial? ¿Por qué oía como el mar le hablaba? ¿Qué hacía mientras vivía en el mar? Había tantas preguntas que hacerle...
Al día la siguiente la mujer no apareció; ni al siguiente, ni al otro... Parecía que hubiese desaparecido de la faz de la tierra. Pero el día de Santa Lucía estaba allí, esperándola.
-Te he traído un regalo –dijo la niña nada más verla mientras le tendía la figurita.
-¿De verdad? –contestó la mujer-. Muchas gracias. Yo también te he traído uno.
-¿Sí? ¡A ver! -exclamó la niña.
La mujer le tendió un pequeño paquete que la niña abrió con rapidez.
Su asombro fue enorme al comprobar que en su interior se encontraba una figura idéntica a la que ella había comprado, con la misma ala rota e idéntica expresión.
-¡Pero si es como el que te he regalado yo!
-No -dijo la mujer abriendo el paquete que le había dado la niña-. El mío no está roto.
-¡No puede ser! ¡Esto es increíble! Pero si...
-Tranquila, cielo. No todo tiene porqué tener una explicación racional. A veces nuestros deseos y sentimientos son mucho más fuertes que la razón.
-¿Quién eres? –preguntó la niña mirándola a los ojos y algo asustada.
-Soy Glauka, tu ángel de la guarda.
-Pero si los ángeles no existen. Eso son cuentos para niños pequeños.
-No tienes porqué creerme si no quieres. Sólo quiero que sepas que estoy aquí, a tu lado, nada más. Aunque, voy a pedirte que hagas una cosa: pon el ángel que te he regalado en el pesebre. Donde quieras, pero ponlo.
La niña asintió. La mujer se levantó y comenzó a caminar hacia el mar hasta que se zambulló en el agua y desapareció.

Esa misma noche, y como era tradición en su casa, montó el belén y adornó el árbol que decoraba el salón. En un principio dudó si ponía o no la figurita, pero era una persona de palabra y decidió colocarla sobre la cueva del nacimiento. Ahora sólo le quedaba escribir la carta a los Reyes Magos. Ya hacía años que sabía que los Reyes eran los padres, pero a pesar de ello, siempre escribía una carta con aquello intangible que deseaba para las personas que quería y para ella misma, con la ilusión de ver cumplidos sus sueños.

Las clases acabaron a la semana siguiente y Lena volvió. Tenían tanto que contarse...
Lo primero que hizo Lena al volver fue ir a casa de su amiga, siempre había participado de la creación del belén y ese año no quería ser menos. Además, tenía una sorpresa que darle. Alguien con el pelo muy blanco y los ojos glaucos le había regalado una figurita que sabía que le encantaría a su amiga. Pero la sorpresa se la llevó ella al comprobar que una figura idéntica estaba sobre la cueva del nacimiento: un ángel con una ala rota. Sin que su amiga lo viese, Lena cambió el ángel del pesebre por el suyo. Porque aunque ella no lo viese, Lena sabía que, de esa manera, le había dado el regalo que tenía preparado para su amiga.

Las vacaciones pasaban muy rápido y las celebraciones se sucedían: Nochebuena, Navidad, San Esteban, Nochevieja, Año Nuevo, y, finalmente, Reyes.
La Noche de Reyes las dos amigas fueron a ver la cabalgata. Era una tradición que seguían desde que eran muy niñas y cuando pasaba su Rey favorito, cerraban los ojos, se concentraban y pedían sus regalos mentalmente.
La niña sabía que su regalo era imposible de lograr, pero aún así, lo pidió con toda la fe de la que fue capaz. Quería que Lena no se volviera a marchar.
A la mañana siguiente el salón de su casa amaneció lleno de regalos para toda la familia. Era bonito ver las caras de sorpresa de todos al abrir los paquetes.
Después de abrir los regalos, la niña fue hacia el pesebre para acercar los Reyes Magos a la cueva del nacimiento, y se quedó petrificada al ver que el ángel ya no tenía la ala rota y su cara era idéntica a la de la mujer de la playa.
“Soy Glauka, tu ángel de la guarda”, recordó que le había dicho.
El sonido del teléfono la sacó de su ensimismamiento. Lena se encontraba al otro lado de la línea. Ya no volvería a marcharse. Se quedaba a vivir allí.

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