El habla de un bravo del siglo XVII - Arturo Pérez Reverte
Arturo Pérez-Reverte pronunció este discurso en el día de su ingreso en la RAE.
Señoras y señores académicos:
Estar aquí esta tarde es favor altísimo y honra siempre codiciada, en palabras que son venerables en este recinto. Aunque ese favor y esa honra yo no los hubiera codiciado nunca, ni los imaginara siquiera, hasta que ilustres miembros de esta institución, a la mayor parte de los cuales no conocía sino por su prestigio, trabajo y magisterio, me hicieron el inmenso honor de proponer mi nombre para ocupar el sillón de la letra T.
Eso me ha colocado en una doble incomodidad. Primero, por encontrarme hoy aquí, en lugar de otros escritores cuyo trabajo admiro y respeto. Y también porque quien me precedió en el sillón que hoy ocupo fue el profesor don Manuel Alvar. Cualquier orgullo o satisfacción que yo pueda sentir por hallarme aquí se templa y hace modesto ante su obra y su recuerdo.
Con profundo respeto y agradecimiento, como escritor que trabaja con la lengua española que el profesor Alvar tanto amó, tengo que recordar a mi insigne predecesor en este sillón que me dispongo a ocupar. Y por si no bastara el inmenso caudal de su obra, y mi deuda (nuestra deuda) con ella, tengo el privilegio de que algunos de sus discípulos, de esas decenas de miles que tiene repartidos por el mundo de habla hispana, sean mis amigos; y en boca de ellos obtuve hace tiempo la costumbre de pronunciar siempre el nombre de don Manuel Alvar con veneración absoluta. Es difícil contar todo lo que hizo. Sería más fácil hacer recuento de lo que no hizo, al mencionar la obra de este pionero en la globalización de la filología española. Doctor honoris causa de 25 universidades, adelantado en el estudio del español del sur de los Estados Unidos y en el análisis de la sociolingüística al estudiar el español de las Canarias, el hondo saber de aquel maestro indiscutible de la dialectología española abarcó historia de la lengua, sociolingüística, toponimia, literatura contemporánea, literatura medieval, cronistas de Indias, fonética, poesía popular, lengua y literatura sefardí, y culminó en la titánica obra de los atlas lingüísticos, donde trazó la casi totalidad de la geografía del español; con especial atención a esa América que, en sus propias palabras, fue su ventana, desde el norte del río Bravo hasta la Tierra del Fuego, desde Puerto Rico hasta Ecuador. Y entre sus 40.000 páginas escritas y 859 títulos publicados, dos de esos títulos pueden considerarse un manifiesto oportunísimo para estos tiempos y esta Casa: Variedad y unidad del español, y La lengua como libertad.
Con esa lengua hermosa y libre a la que el profesor Alvar dedicó su vida entera, trabajo como escritor, como novelista, desde hace diecisiete años. Por eso hoy elijo un asunto que me es querido y familiar, desde que en 1995 empecé una serie de novelas históricas ambientadas en el siglo XVII, con intención de explicar, a la generación de mi hija, la España en la que hoy vivimos. Somos lo que somos porque, para bien o para mal (a menudo más para mal que para bien), fuimos lo que fuimos. En ese intento por recuperar una memoria ofuscada por la demagogia, la simpleza y la ignorancia, elegí como protagonista a un soldado veterano de Flandes que malvive alquilando su espada. El trabajo de ambientación histórica y el necesario rigor del lenguaje me llevaron a adentrarme, también, por los vericuetos fascinantes del habla de germanía: esa lengua marginal, paralela a la general y en continua interacción con ella, que ha evolucionado con el tiempo para conservar su utilidad hermética; y que hoy es lo que algunos llamamos golfaray: el argot de los delincuentes y de las cárceles, siempre en transformación. Pues, como ya apuntaban las jácaras del siglo XVI:
Habla nueva germanía
porque no sea descornado;
que la otra era muy vieja
y la entrevan los villanos.
Con cuatro novelas de esa serie escritas y con una quinta a punto de acabar, el asunto me resulta cercano. Por eso decidí que mi discurso de entrada en la Real Academia Española trataría del habla de un delincuente, de un bravo. Un valentón, en este caso, de los que en el siglo de Oro vivían mitad de las mujeres, mitad de alquilar su espada, o su cuchillo: un rufián, o jaque. El habla de esa gente quedó recogida en una abundante literatura contemporánea, incluidas brillantes páginas realistas de los más grandes autores de aquel tiempo; no en vano por la cárcel de Sevilla, por citar sólo una, pasaron Mateo Alemán y Miguel de Cervantes. Han transcurrido cuatro siglos, y esa jerga del hampa, riquísima, barroca, salpicada de rezos y blasfemias, no está muerta ni es una curiosidad filológica. Además de su influencia en el español que hablamos hoy, la germanía del XVI y XVII es un deleite de ingenio y una fuente inagotable, práctica, actual, de posibilidades expresivas. Para demostrarlo, con esa habla quiero contarles una historia.
EL HABLA DE UN BRAVO DEL SIGLO XVII
El bravo, el valentón, se levanta tarde. Ya empieza a bajar el sol sobre los tejados de la ancha, la ciudad (que en este caso es Madrid), cuando nuestro hombre se echa fuera de la cama, que él llama piltra, carraspeando para aclararse la gorja. Se nota que anoche besó el jarro más de la cuenta, y que la borrachera, la zorra, aún está a medio desollar. Nuestro jaque se lava un poco, y luego se compone los bigotes, que son fieros, apuntándole a los ojos. Que entre la gente de la carda, la valentía se estima según el tamaño de los bigotes y el mirar zaino, valiente, de quien es (o parece) capaz de reñir con el Dios que lo engendró. Pues él es uno de esos de quienes dice la jácara:
En ese mar de la Corte
donde todo el mundo campa,
toda engañifa se entrucha
y toda moneda pasa;
donde sin ser conocidos
tantos jayanes del hampa
tiran gajes, censos cobran
de las izas y las marcas;
donde, haciendo punto de honra
esto de la vida ancha,
andan como cazadores
viviendo de lo que matan.
Se viste nuestro bravo, tintineándole al cuello el crucifijo de plata y las medallas de santos. Su indumento es propio de la jacarandaina: un poco a lo soldado, pese a no haberlo sido nunca. A él, las guerras de Flandes y de Italia le pillan demasiado lejos, y es de los que dirían, en palabras de Lope:
Bien mirado, ¿qué me han hecho
los luteranos a mí?
Jesucristo los crió,
y puede, por varios modos,
si Él quiere, acabar con todos
mucho más fácil que yo.
El caso es que se viste con aires de mílite, cosa natural entre la gente de la hojarasca. Aunque al turco y al luterano no los conozca sino de los corrales de comedias, él y sus compadres suelen dárselas de veteranos de los tercios o de las galeras del rey. Y alguno lo es, en efecto; pero como bogavante en gurapas: como galeote. El caso es que el valentón se pone la camisa, que no es lo que en su jerga llama una cairelota, una camisa elegante, sino una lima sencilla, y no muy limpia (nuestro jaque ignora, por supuesto, que esta palabra, lima por camisa, como varias de su parla, seguirá utilizándose en el golfaray que hablarán los delincuentes del siglo XXI). Se pone luego los calzones, o alares, palabra que también ha llegado hasta la jerga rufianesca de nuestro tiempo. Enfunda luego las gambas en las cáscaras, o medias; y después se calza lo que algunos germanes llaman duros, o pisantes, pero que él prefiere denominar calcos, tal vez porque le suena (y así es, aunque no lo sabe) palabra más culta e hidalga (otra, por cierto que llegará también hasta nuestros días), y porque el acto de poner pies en polvorosa, propio de su oficio sobre todo cuando asoma gurullada de alguaciles y corchetes, suena más digno cuando se lo define con la palabra calcorrear. Pues los hombres de hígados como nuestro bravo no se van, sino que se alonan. No corren, sino calcorrean. Nunca huyen, sino que se trasponen, se alargan, redoblan, las afufan o se van al ángel. Sin olvidar la expresión más común en el ambiente: peñas y buen tiempo.
Completa nuestro bravo su indumento con unas grullas, o polainas. Después se pone el apretado, o jubón. Por su oficio debería cubrirse el torso con un coleto de ante o de cuero, o mejor con un jaco o cota de malla, también llamada once mil o cofradía; pero lo prohíben las premáticas del rey nuestro señor. De manera que se conforma con lo que él llama un cotón doble: un jubón forrado de estopilla, que a un arrojado de braveza siempre lo ayuda algo cuando granizan cuchilladas. Así vestido, el valentón mete en la sacocha de la goda (así llama al bolsillo de la derecha) la bolsa, o cigarra, cargada sólo con unos pocos charneles. Y en el puño del jubón, sobre la cerra lerda (la mano izquierda), introduce un mocante de lienzo fino, bordado por su marca, su hembra: una bachillera del abrocho que trabaja en una manfla (una mancebía) de la calle de la Comadre.
El tiempo no es malo; pero a la noche, refresca. Mejor capa que herreruelo. Descarta el bonito y recurre a la abuela, también llamada pelosa. Antes, por supuesto, nuestro rufo se ha ceñido el instrumento propio de su oficio: la espada, que él gusta llamar centella y a veces durindana: esto último porque, aunque apenas sabe escribir (y se le da una higa, porque en España nunca fue de hidalgos leer ni hacer buena letra), nuestro bravonel posee una cultura elemental, popular, procedente de los corrales de comedias y los romances oídos en los mentideros, en las tabernas y en las plazas; aunque su gusto tienda más al lenguaje de la jacaranda, que es su garla, y en la que se encuentra a sus anchas cuando oye eso de:
A la capa llama nube,
dice al sombrero tejado,
respeto llama a la espada,
que por ella es respetado.
O lo de:
Mató a su padre y su madre
y un hermanito el mayor;
dos hermanas que tenía
puso al oficio trotón.
Por aquello de que para ir artillado más vale que sobre y no que falte, completa nuestro bravo el equipo con una ganchosa vizcaína: una daga de ganchos lista para salir como un relámpago. Que, en el oficio de valentía, hombre precavido mata por dos, o por siete. Pues nuestro bravote, al menos de boquilla, es de aquellos a quienes hacía decir Calderón:
¿Y cuántos hombres son estos
que he de matar? Porque vaya,
con que si no son cincuenta,
con menos no hacemos nada.
Y como en materia de precauciones nunca hay nada superfluo, también coge lo que nosotros llamaríamos cuchillo, pero que él prefiere llamar desmallador, conocido también, en su ambiente, por los elocuentes nombres de filosillo, secreto, agujón, barahustador y enano. Luego nuestro rufián requiere el gavión o chapeo, el sombrero, que él llama tejado, y que es ancho, de mucha falda. Se lo arrisca a lo bravonel y sale a la calle con mucho ruido del hierro que carga encima y el andar arrufaldado y zambo (nosotros diríamos chulesco) de los valientes:
Rebosando valentía
entró Santurde el de Ocaña;
zaino viene de bigotes
y atraidorado de barba.
Un locutorio de monjas
es guarnición de la daga,
que en puribus trae al lado
con más hierro que Vizcaya.
Cruza la plaza, y su ojo avisado advierte los trajines de la vida que late alrededor. El sitio es de posadas: bullen buscavidas, ociosos y mendigos, también llamados capachas, con mutilaciones reales o fingidas que, de creerlos, estuvieron en Amberes, en Nieuport y hasta en Lepanto, y que piden limosna de la manera que suelen los mendigos españoles: con muchos fieros y palabras arrogantes, como si el sonante se les debiera por derecho, y la única forma de disculparse con ellos fuese decir: perdóneme vuesamerced, pero hoy no llevo dineros. Que en España, hasta los mendigos dicen aquello de:
Entre nobles no me encojo;
que, según dice la ley,
si es de buena sangre el rey
es de tan buena su piojo.
Más allá, a la puerta de una bayuca, entre las mesas con jarras de vino, un anciano de pelo blanco y aspecto hidalgo pide por la doncella (un timo tan frecuente en la época como todavía en nuestro tiempo el tocomocho) a la busca de un palomo al que sangrar la bolsa de dineros, o armas reales. También los peinabolsas de la cofradía del agarro hacen su vendimia. Son de ésos a los que don Francisco de Quevedo llama:
Murciélagos de la garra,
avechuchos de la sombra,
pasteles en recoger
por todo el reino la mosca.
Muchas del centenar largo de variantes que en germanía del XVII debe de tener la palabra ladrón (de puta habrá más de ochenta) se dan en la ciudad, en este cuartel y en esta plaza: bailes, caleteros, cicarazates, comadrejas, apóstoles, picadores (que perviven hoy en la palabra piqueros, o carteristas), lechuzas, alcatiferos, golleros, sanos de Castilla, farabustes, ciquiribailes, buzos, cherinoles, doctores del araño, murcios, filateros, águilas de flores llanas. Incluida, entre muchas otras, una que todavía se usa: juanero: ladrón especializado en aliviar de peso, hoy euros como antaño maravedises, los juanes, o juanillos: los cepillos de las iglesias.
Sigamos a nuestro valentón. Y por no salir de Quevedo, digamos que :
Con el fieltro hasta los ojos,
con el vino hasta la boca
y el tabaco hasta el galillo,
pardo albañal de la cholla,
columpiando la estatura
y meciendo la persona,
Zampayo entró, el de Jerez,
en casa Maripilonga.
Llega así el bravo hasta una taberna, la que más frecuenta porque tiene puerta trasera por donde guiñarse si a los vellerifes del Sepan Cuántos, o sea, los alguaciles y corchetes de la Justicia (también llamados alfileres de la gura), se les ocurre asomar por allí. Entra el rufo en la bayuca retorciéndose los bigotes, el aire peligroso, poniendo el baldeo en gavia, o sea, apoyando la mano en el pomo de la espada para que ésta le levante la capa por detrás, a lo bravo. Dándose además mucho toldo, porque nuestro hombre gusta, como todos sus camaradas de la carda (y como todos los españoles en general), de apellidarse hijodalgo, muy Mendoza y Guzmán y cristiano viejo por línea directa de los godos. Que en nuestro siglo XVII (y la cosa estuvo lejos de terminar ahí) hasta los sastres y los zapateros se colgaban espada y eran don Fulano y don Mengano. Asunto sobre el que, entre otros, ya ironizaba Lope de Vega:
Mándame quemar por puto
si no valiere un millón,
imponiendo en cada Don
una blanca de tributo.
Y que tampoco se resume mal en aquellos otros versos lopescos que no han perdido, por cierto, su vigor ni su sentido en cuatro siglos:
¡Oh, españoles fanfarrones,
todos voces y palabras!
Nidos sois de la soberbia,
allí le nacen las alas.
El caso es que entra nuestro matante como quien es, y se para a lo escarramán, las piernas muy abiertas y echada la cadera, mirando alrededor con ese aire entre receloso, fanfarrón y avisado que los de su oficio llaman a medio mogate. Saluda a la amontonada valentía que allí anda bebiendo, o sea, piando de la bufia, y la jábega le responde grave con mucho vuacé y uced y camarada, pronunciando las palabras a lo gayón, muy puestos en garla de jaque. Son de los que cantan:
Vino y valentía,
todo emborracha;
más me atengo a copas
que a las espadas.
Todo es de lo caro,
si riño o bebo,
con cirujanos,
o taberneros.
Se sienta nuestro rufo con otros dos matachines que, como él, viven a lo de Dios es Cristo y, a fe de tales, cargan sobre el hígado más hierro que las rejas de la cárcel de Sevilla, amén de capas fajadas por los lomos, jubonazos de estopa, chapeos con las faldillas altas por delante, bigotazos de ganchos y tatuajes en los dorsos de las manos de uñas tan negras como sus almas. Pide vino para él y aquí, los valentachos, y algo de muquir, que su estómago mocho tiene boque, es decir hambre. El vino se lo traen aguado: bautizado, o cristiano. Protesta el bravo con mucho pardiós y pesiatal, diciendo que esa afrenta no se viera ni entre luteranos. Al cabo traen otro vino, esta vez infiel como arráez de galera turca. La mufla, que llega al poco, consiste en un guiso de gallina, a la que el bravo se refiere como gomarra (aún se llama hoy a los robagallinas gomarreros) y una escudilla de quemantes crudos: de ajos. Embucia con apetito el recién llegado y sorben los tres como para quitarse las pesadumbres, limpiándose los bigotes entre tiento y tiento.
Mientras apiornan, o azumbran, los tres bravotes hablan de la vida y de sus cosas. Que si el perro inglés ronda otra vez Cádiz. Que si el turco baja o sube. Que la coima de Fulano tiene mal francés y le ha pegado las melacotufas a su engibacaire. Que a Zutano le trincharon los aparejos el otro día, por apitonarse con un rajabroqueles que le salió rápido de acero. Que a Mengano, por no sobornar a un alguacil (o sea, por no ensebarle la palma al mayoral de la güerca), le hicieron un jubón de pencas, de latigazos, y salió luego de ajo en la ristra de la chusma y camino del Puerto de Santa María, para muflirse, o comerse, tres años de gurapas (de galeras) cosido al remo, o palo de batanear sardinas. Y todo porque, como en aquella carta famosa del Escarramán a su daifa, la Méndez:
Remolón fue hecho cuenta
de la sarta de la mar,
porque desabrigó a cuatro
de noche en el Arenal.
Luego recuerdan con afecto a Perengano, que andaba escondido, o sea, a sombra de tejados desde que con otros camaradas le afufó el alma a un corchete: a un alano de la gura. Al pobre Perengano lo acerró por fin el árbol seco (la Justa, la Justicia) saliendo de la iglesia donde se había refugiado, o, dicho en valiente, llamado a altana. En el estaribel (palabra que sigue en uso en el golfaray del siglo XXI para designar la cárcel) le pusieron cuerdas y clavijas sin ser guitarra; pero el bravonel se comió tres ansias (es decir, tres tormentos de agua y cordel) como un grande de España, sin berrearse de los camaradas (ese berrear por delatar también sigue hoy en vigor); y allí sigue el león, embanastado pero en soniche. En silencio. Cosa muy de elogiar, por cierto. Que negar cuando se anda en tratos de cuerda es de godos, y para ejemplo, Grullo:
A Grullo dieron tormento,
y en el de verdad de soga,
dijo nones, que es defensa
en los potros y en las bodas.
Amén que tener quieta la sin hueso, aparte de ser punto de honra cuando entras en la casa fosca (la cárcel, otrosí llamada caponera, cesto de culpas, casa de poco pan y bolsón de la horca) es también saludable cuando después uno tiene que dar cuentas a los camaradas de lo que dijo y de lo que no dijo. Pues cuando se es fuelle, ventor o abanico (es decir, delator o soplón), cualquier bramo lo pagas con la gorja. Y puestos a decir algo, las mismas letras tiene un no que un sí.
Bien remojada la palabra, los tres escarramanes tratan de su oficio. Son malos tiempos, por vida del rey de copas. Como dice el baile:
Todo se lo muque el tiempo,
los años todo lo mascan.
Poco duran los valientes,
mucho el verdugo los gasta.
Eso, en cuanto al oficio y los camaradas. En cuanto a las yeguas que cada cual tiene en la dehesa, las cosas tampoco van muy bien. Sus hembras, se lamentan los rufos, apenas rinden resullo (dinero). Últimamente no trotan más que de baratillo, y el poco socorro que aportan con el trabajo de su broquel (o guzpátaro, para entendernos, aunque hay otros nombres; y permitan que me quede ahí), ese dinero se les va a ellos alijando la nao, o sea, gastándoselo con la desencuadernada (los naipes) o con los dados: los huesos de Juan Tarafe. Y del oficio de valentía, para qué hablar. Agua y lana. O sea, fatal. Uno de los jaques se queja de que ayer mismo un cartujo (un marido barbado, es decir, cornudo) pretendía una hurgonada (una estocada) al querido de su legítima por la fardía ledra de veinte míseros ducados. Una vergüenza, se lamenta otro compadre. A él le ofrecieron, explica, veinticinco ducados por trincharle las asas (las orejas, también llamadas mirlas) y treinta por calaverar (cortar la nariz) a un galán que ponía (observen hasta qué punto el golfaray del XVII trabajaba también lo culto) aljófar en alcatara ajena. Por vida de Roque, adónde vamos a parar, se lamentan los tres bravos. Ni entre turcos o herejes viérase tal desprecio por el oficio de valentía. Por ese argén, matiza uno, no hay hombre de bien que desenvaine la fisberta. Lo más que puede ajustarse por veinticinco granos es un chirlo en la cara; un tajo de diez puntos o, como mucho, un beneficio de doce, e incluso una cruzada de oreja a oreja: de aldaba a aldaba. Así se lo dije al bacalario, responde el primer rufo. El hijo de mi madre no trincha una calle del tabaco, o sea, una nariz, por menos de cuarenta cruzados. Se me apitonó el cliente muy Bernardo, echamos verbos y a punto estuve de desnudar la de Juanes y atarascarlo a él, dándole su ajo, pero gratis. Que, como dicen los valientes en los entremeses de Hurtado de Mendoza:
Eso déjolo yo para la zurda,
que con la diestra soy del mundo azote.
En fin. Son malos tiempos, se quejan de nuevo los compadres, besando el jarro. Mundo mundillo; nacer en Granada y morir en Trujillo. Parlan luego de tiempos gloriosos, cuando el Escarramán, y Gonzalo Xeniz, y Gayón el de la mojada (la cuchillada) famosa, y otros bravos respetados, que no cenaban liebre ni gallina, ni temblaron nunca sino de frío. Como, sin ir más lejos, Ginesillo el Lindo, que a primera vista daba astillazo porque parecía alcorza, tan rubio y blanco de piel, de los que cuentan (ahora diríamos de los que entienden), pero que en realidad era caimán probado, con tantos hígados como el que más; y que hizo cecina a un corchete, afufándole el alma porque éste lo llamó puto en público. Pues, como dice Calderón en otro entremés famoso:
Que soy muchísimo hombre
para andar escrito en burlas.
Comentan también el caso de Tomás Mojarra, un arrojado de braveza al que dieron de agudo desabrigándole el resuello con dos palmos de toledana: al verse descosido el cofre de los molletes (la barriga), hecho un eccehomo en un charco de colorada y sintiendo que se iba por la posta, pidió confesión y óleos; pero luego, cuando llegó el dómine con los avíos, viendo que había conocidos cerca, se lo pensó mejor y se negó a cantar en la última ansia, diciendo que no era de hidalgos derrotarle al cura lo que tantas veces había callado en el potro. Aunque, puestos a hablar de hombres crudos, no podía olvidarse a Nicasio Ganzúa, buen tajador, que despachó a su propio padre, y a dos que pasaban por allí, sólo porque el padre le dijo: mientes por la barba. Ganzúa era de esos de los que cuenta Cervantes:
Con una daga que le sirve de hoja,
y un broquel que pendiente trae al lado,
sale con lo que quiere o se le antoja.
Con Ganzúa, la noche antes de su ejecución en la plaza de San Francisco de Babilonia, Sevilla, ciudad que es Chipre de los valientes, los camaradas echaron tajada (que así se decía a acompañar al amigo que iba a ser ejecutado al día siguiente) confortándolo en el banasto (o trena, como aún decimos después de cuatro siglos) con mucho azumbre y guitarras. Y Ganzúa, como quien era, estuvo jugando a las cartas todo el rato con muchos argamandijos (o redaños) y con mucha flema, hasta el alba (seis granos juego, matantes tengo, voy con la puta de oros, alce vuacé por la mano, envido, malilla y demás lances de la baraja, o catecismo). Y además decía entre naipe y naipe que verse enjaulado no era injuria, pues enjaulados se tenía a los leones. Y en cuanto a la enfermedad de esparto de la que en la siguiente clarea (al día siguiente) iba a verse con la Cierta (la muerte, también llamada la Descarnada o la Chata), a él, a fin de cuentas, quien lo llevaba al finibusterre era la justicia real, o sea, el mismo rey; y a eso, dijo, nada tenía que objetar, pues entruchaba (entendía) que quien lo sacaba del mundo era el rey en persona, como quien dice, y no un calcirroto cualquiera. Que, en tal ilustre marrajo como él, fuera deshonra verse despachado por un don nadie, y que a otro no se lo hubiera consentido en absoluto. Y con ese talante subió al día siguiente al patíbulo, o sea, al cabo de Palos; y mientras le añudaban la calle del trago, aún tuvo alforjas para decirle al bederre (al verdugo) que hiciera su oficio bochándolo con presteza y decoro, porque él no era de los bravos de contaduría que blasonan del arnés y nunca lo visten, sino de los que dicen: tenga yo fama y háganme pedazos. Que en vida nadie se la hizo que no la pagase; de manera que, si no lo despachaba por la posta y como a un hidalgo, el día de la resurrección de la carne iban a verse las caras. Y entonces, voto al coime de las Clareas, o sea, a Dios y a quien lo engendró, daríale tierra hasta el ánima.
Tratan luego de un negocio en curso. Ya saben vuacedes, dice nuestro bravo, que en España no hay más Justicia que la que uno compra. Que, como decía Lope en La noche toledana:
El médico está mirando
cuándo el de a ocho le encajas;
el letrado, cuándo bajas
la mano al párrafo, dando;
el jüez, cuándo le toca
la parte del denunciado;
el procurador no ha dado
paso hasta que el plus le toca;
el que escribe, sólo atiende
cuándo sacas el doblón.
Cualquiera negociación
de sólo el dinero pende.
Y resulta, prosigue, que un amparo (es decir, un abogado) de la plaza de la Providencia, que defiende un pleito complicado y costoso de los llamados sanguijuelas, paga bien si a un testigo molesto le abren una buena boca de tarasca para impedir que declare ante el juez y el escribano (o, para entendernos, ante el Noli me tangere y el lima sorda). Así que una de estas noches, apunta el valentón, cuando todo esté oscuro a boca de sorna, tendremos danza de blancas, con la ventaja casual de que somos tres a uno (que hasta para acuchillar a un manco hay que precaverse), y de que al mayoral de alacranes, el alguacil que estos días vigila este cuartel, se le ha ensebado la palma y no hemos de temer que nos inquiete la Justicia. Pero si algo sale torcido, a ledras, y durante el negocio asoma la zarza (la ronda), cerca tenemos la altana de San Andrés, para trasponernos y amadrigarse en sagrado, hasta que escampe.
Se levanta nuestro jayán y hace tintinear un Juan Platero sobre la mesa: un real de a ocho, también llamado Juan Redondo. Pero los dos amigos le dicen que se guarde el cumquibus, que hoy pechardinan de manga. O sea, que pagan tomando la penchicarda. Dicho y hecho. Alzan la voz los tres y echan verbos como si discutieran, en tono propio de aquella jácara quevedesca:
¿Tú te apitonas conmigo?
¿Hiédete el alma, pobrete?
Salgamos a berrear,
veremos a quién le hiede.
Y en efecto, los tres hampones salen afuera muy atropellados y sin pagar, como dispuestos a reñir acuchillándose las asaduras; y una vez en la calle se despiden y se van cada uno por su lado. Que, como dice el refrán, hombre apercibido, medio combatido.
Una vez solo, camina el bravo por la calle como si fuera suya, contoneando el navío (el cuerpo), el aire feroz, una mano en el pomo de la temeraria y la otra retorciéndose los bigotes. Busca a su coima, que anda en corso tres esquinas más allá. En este punto conviene recordar que la hembra de nuestro bravo es murciélago de moneda, de ésas que saben de coro la cartilla del buscar:
Piensa que somos de aquellas
que infaman este lugar,
que salen a negociar
con la luz de las estrellas.
Que salen, aventureras,
a esta Vega y al Cambrón
a dar público pregón
de sus hermosuras fieras.
Y exactamente así encuentra nuestro bravo a su marca: en tratos con un cliente a la puerta de la manflota, la mancebía (también llamada aduana porque nadie pasa adentro que no pague), y decide quedarse por allí, esperando que el palomo se decida a alojar el caballo en el broquel de la hurgamandera y alcabale los nipos, o dineros. Porque no será nuestro bravote quien impida a su pencuria ganarse la vida, y de paso la de él.
Sin embargo, el cliente no se decide a abrochar. Quizá le parecen caricios los dineros que pide la rabiza por que le troten el anca. El caso es que nuestro rufián se impacienta; de manera que se acerca, arroldanado y bravoso, añusgando (mirando furioso) al mandria muy fijo y muy zaino, con las piernas abiertas al caminar, andando a lo columpio sin apartar la cerra, la mano, de la amenazadora bayosa que carga al costado. El otro parece hombre de paz y poco amigo de reñir. Así que, temiéndose un araño, se acatalina y bate talones tomando calzas de Villadiego. O, dicho de otro modo, peñas de longares. Murmurando tal vez entre dientes aquello que decía Juan Rana:
-¿Y /el /atajo /que os dije?
-En mi trabajo,
no salir a reñir es el atajo.
O, filosofando, con versos rufianescos cervantinos:
Muerte y vida me dan pena;
no sé qué remedio escoja,
que si la vida me enoja,
tampoco la muerte es buena.
El caso es que allí queda nuestro rufo dueño del campo, y le dice a su gananciosa que palme el cairo de la jornada, que tiene necesidad de socorro. Le entrega la otra el rescate, que no es mucho, lamentándose de la poca paja que últimamente mete en el establo; pero es que, señala en su descargo, estos días está con la camisa, o sea, con la costumbre.
Dices que te contribuya,
y es mi desventura tal,
que si no te doy consejos,
yo no tengo qué te dar.
Pese a las excusas, al engibador le parece poco dinero; se arrufa, y para demostrarlo hace ademán de asentarle la mano. Déjate de tretas y alicantinas, dice, y no le hagas cagar el bazo a este león. Que ya me conoces: hay cosas que no sufro ni en Argel, y cuando se me alborota el bodegón igual atrueno a dos que a doscientos, y soy capaz, pardiez a caballo, de borrajarte el mundo, o sea, cruzarte con un signum crucis, un tajo, esa bonita cara. Así que alonga luengo y gánate tu jornal y el mío. Todo eso se lo dice con la mano levantada, como si fuera a jugar de abejón sacudiéndole el balandrán a la pecatriz, que se amilana y llora (acebolla los columbres) vertiendo abundante clariosa de los lagrimales porque teme una turronada. Pero el jaque amaga y no da. Pese a sus fieros, en el fondo le tiene ley a su cisne. Cuando se pone tierno, cosa que ocurre sólo muy de vez en cuando, le recita junto al asiento de las arracadas, u orejas, aquella vieja jácara:
¡Ay coima la más godeña
de toda la germanía,
reina de todas las coimas
y flor de todas las izas!
La iza es, con perdón, más puta que la Caba Rumía; pero eso sí: cumplidora, limpia, ambladora y muy buena (muy godeña) en el oficio trotón. No como esas calloncos y grofas de todo trance a las que, por decirlo en germán culto, o casi, les aceitan de almendras el alhorce por cuatro maravedís. No. La de nuestro bravo es doctora del arte aviesa; y de tan buen aspecto, en opinión de su hombre, que podría pasar por tusona de categoría, de las que frecuentan condes y marqueses. Y tan dispuesta a lo suyo, además, que de quedarse preñada (cosa que evita una vieja cobertera de la vecindad), podría decirse lo del romance aquel de don Francisco de Quevedo:
Fuimos sobre vos, señora,
al engendrar el nacido,
más gente que sobre Roma
con Borbón por Carlos Quinto.
El caso es que, que, asentada su autoridad, el jaque se guarda la pecunia, le palmea el buz (o retaguardia) a la daifa y la deja seguir ruando, no sin que antes ésta lo llame cherinol de mi corazón, flor de la altana, cosario de mis columbres, abrigo de mis criojas y (en plan más íntimo) ballestazo de mi broquel, califique su boca de arcaduz de mi dicha, y sus ojos de quemantes de mis asaduras. Que, en la España del siglo de Oro, las bachilleras del abrocho no necesitan leer a don Luis de Góngora para enjaezarles las escarpias, o sea, halagarles las orejas, a los gallos (a los caporales) de sus entretelas.
Que, por Dios, así me goce,
que le vi reñir con doce.
Se encamina nuestro bravo a la casa de conversación, es decir al garito, no sin hacer antes viacrucis por las tabernas, o sea, por las alegrías y consolatorias que le pillan de camino, haciendo suyo aquel higiénico y casi filosófico principio de la jácara Las postrimerías de un rufián:
¿Cuándo se vio que muriese
hombre que sin asco sorba?
Seguro de eso, el bravonel escurre el barro, o el estaño, que en todo puede ir el vino, con algunos conocidos piadores que por allí pastan, haciendo la razón, o brindis, o dominus vobiscum. Y al fin, bien remojada la palabra, lo vemos llegar a la casa de tablaje, y:
Entrar de capa caída,
como los valientes andan,
azumbrada la cabeza
y bebida la palabra.
El garito, todo hay que decirlo, no es coima de minoribus, o de poquito, sino coima de maioribus donde se juega a lo grande, y lo mismo ruedan brechas, o dados (también llamados albaneses, hormigas, astas, peste o cuadros), que se ara con bueyes; nombre éste que los germanes dan al libro real: la baraja, también llamada desencuadernada, o catecismo. En el garito se juegan lo mismo quínolas, polla y cientos, que son juegos de sangría lenta, donde un palomo sangra el argento poco a poco, que el siete, el reparólo y otros juegos de los llamados de estocada, por la rapidez con que te dejan sin dinero, sin habla y sin aliento. La comparación no es ociosa, pues ya lo dijo Lope:
Como el sacar los aceros
con quien tuviere ocasión,
así el jugar es razón
con quien trajere dineros.
Sólo que en este lugar, para evitar males mayores, las armas se dejan al portero, pues en gente poco sufrida como la española, y más si es del hampa, los dimes y diretes suelen terminar a cuchilladas. Así, dejando chapeo y capa, y aliviado de hierro, pasea el valentón entre rumor de conversaciones, tahúres, jugadores y mirones que dan coba a los que ganan, en busca de propina, o barato. En las mesas, alrededor de las cartas y de los dados que ruedan, se oyen suspiros, jaculatorias y pardieces. Sobre todo esto último: juramentos de los que alijan el navío. O sea, los que palman; o más bien de aquellos a quienes, en versos lopescos, despalman:
Veinte escudos que tenía
de mi amo le he jugado
con un fullero taimado,
pensando que no sabía.
Por la compuesta le alcé,
y tanto del juego ignoro,
que, de veinte escudos de oro,
con uno me levanté.
En ese ambiente de tipos gariteros (sages, vivandores, coimeros, templones, cercenadores, caballos, astilleros y dancaires), nuestro bravo encuentra a algunos conocidos prestamistas del garito, llamados tomajones, que lo abrazan. Y responde con tiento, recordando que en lugares como ése, españoles todos a fin de cuentas:
Cuando te abracen, advierte
que segadores semejan:
con una mano te abrazan,
con otra te desjarretan.
Se juega nuestro bravo el cumquibus de su daifa, evitando las mesas donde fulleros y doctores de la valenciana expertos en ahuecar el as, el rey, el siete o la sota en forma de teja o boca de lobo, astillarlo con una marca o un raspado o hacerle la ceja para reconocerlo, despluman a chapetones incautos con barajas a las que también llaman huebras. Llevan éstas los naipes (los bueyes) preparados y llenos de trampas, o flores, que son tan infinitas como el ingenio (berrugueta, ballestón, tira, cristalina, alademosca, panderete) y que parecen directamente salidas del popular romance de Perotudo:
Diez huebras lleva de bueyes;
cada cual es con su flor,
con la raspa y cortadillo,
tira, panda y ballestón.
Prueba primero nuestro bravote con los dados, a los que él llama brechas. Ruedan en su contra, así que piensa que están cargados o tal vez amolados: Mira mal al brechador, y decide cambiar de aires antes de que lo dejen en cordobán. Se va a una de las mesas de cartas donde se aran quínolas, y cuaja conversación, que así se dice a empezar a jugar. Pero hace agua, o sea, pierde más que gana, y termina jurando a los doctrinales. O, dicho de otro modo, echa mantas y no de lana, renegando del papo de Adán y del broquel de Eva. No se fía del tahúr que lo despluma, y lo observa con mucho cuidado intentando descornarle la flor, o adivinarle la trampa, atento a si hace amarre (que es truco para que salga cierto naipe), o salvatierra reteniendo el siete de matantes, de espadas, que en germanía se conoce como setenil, ronda o cueva del becerro. Carta esa, o buey, que a nuestro bravo le permitiría cambiar su suerte. Pero no lo consigue. Sigue perdiendo, y añusga de mala manera al fullero, que con mucha desvergüenza le sostiene la mirada. Sin duda el otro es brujulero fino, de esos de los que puede decirse:
¡Vive Dios, que no hay mayor
bellaco desde aquí a Roma!
¡Qué bien unos naipes toma,
qué bien sabe cualquier flor!
Viendo su dinero más perdido que el alma de Judas, se enfada nuestro bravote, más por no poder probar la flor que porque se la hagan. Aunque empieza a olerse que se la fragua un doble del fullero, que a su espalda, dándoselas de curioso, puede estarle haciendo el espejo de Claramonte, pasándole al otro señas de los palos vacíos (el cinco de bastos), la calle del puerto (el seis de copas) y la puta de copas (la sota) que nuestro bravo tiene en las manos. Al fin se vuelve el rufo a decirle al apuntador que se quite de ahí. Echan verbos y mentís por la gola, y al cabo hace nuestro león ademán de meter mano a la temeraria que no lleva, porque se la dejó al portero. Dicen de salir a reñir afuera. Tercian los conocidos y también el dueño del garito, pidiendo que no se alborote el aula; y al fin, nuestro bravo observa que el fullero y su contrayente (hoy todavía se usa la palabra consorte para cómplice) no están solos, sino que tienen cerca una camada de cuatro o cinco campeadores de garulla, o padrinos, por si las cosas se complican y hay que darle a alguien en la calle un catorce, o un antuvión de esos que llaman conclusión o mojada de cien reales. El caso es que, como las reglas de los que profesan de braveza dicen valientes pero no tontos (crudos pero no badajos), nuestro Roldán decide que peñas y buen tiempo. De manera que se va hacia la puerta como si tuviera algo importante que hacer, tocándose el cinto cual si lamentara no ir rebozado de hierro hasta las cejas. Y allí, muy arrojado de chanfaina, se vuelve a medias y le dice al mozo de la puerta: Cuerpo de Mahoma, juro a dix y vive Dux, juro por mis dos y por mis cuatro que si no tuviera un asunto urgente, voto al cinto, desataba la sierpe y le contaba los botones con mi temeraria a más de un bellaco. Por vida del rey de espadas (que de España iba a decir) que no hay bastantes hombres aquí para quien, como yo, ha reñido cien veces y matado a quinientos, y eso en ayunas. A fe de quien soy, y no digo más. Y quien dijese lo contrario, miente.
...Y luego, encontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.
Señoras y señores académicos:
Estar aquí esta tarde es favor altísimo y honra siempre codiciada, en palabras que son venerables en este recinto. Aunque ese favor y esa honra yo no los hubiera codiciado nunca, ni los imaginara siquiera, hasta que ilustres miembros de esta institución, a la mayor parte de los cuales no conocía sino por su prestigio, trabajo y magisterio, me hicieron el inmenso honor de proponer mi nombre para ocupar el sillón de la letra T.
Eso me ha colocado en una doble incomodidad. Primero, por encontrarme hoy aquí, en lugar de otros escritores cuyo trabajo admiro y respeto. Y también porque quien me precedió en el sillón que hoy ocupo fue el profesor don Manuel Alvar. Cualquier orgullo o satisfacción que yo pueda sentir por hallarme aquí se templa y hace modesto ante su obra y su recuerdo.
Con profundo respeto y agradecimiento, como escritor que trabaja con la lengua española que el profesor Alvar tanto amó, tengo que recordar a mi insigne predecesor en este sillón que me dispongo a ocupar. Y por si no bastara el inmenso caudal de su obra, y mi deuda (nuestra deuda) con ella, tengo el privilegio de que algunos de sus discípulos, de esas decenas de miles que tiene repartidos por el mundo de habla hispana, sean mis amigos; y en boca de ellos obtuve hace tiempo la costumbre de pronunciar siempre el nombre de don Manuel Alvar con veneración absoluta. Es difícil contar todo lo que hizo. Sería más fácil hacer recuento de lo que no hizo, al mencionar la obra de este pionero en la globalización de la filología española. Doctor honoris causa de 25 universidades, adelantado en el estudio del español del sur de los Estados Unidos y en el análisis de la sociolingüística al estudiar el español de las Canarias, el hondo saber de aquel maestro indiscutible de la dialectología española abarcó historia de la lengua, sociolingüística, toponimia, literatura contemporánea, literatura medieval, cronistas de Indias, fonética, poesía popular, lengua y literatura sefardí, y culminó en la titánica obra de los atlas lingüísticos, donde trazó la casi totalidad de la geografía del español; con especial atención a esa América que, en sus propias palabras, fue su ventana, desde el norte del río Bravo hasta la Tierra del Fuego, desde Puerto Rico hasta Ecuador. Y entre sus 40.000 páginas escritas y 859 títulos publicados, dos de esos títulos pueden considerarse un manifiesto oportunísimo para estos tiempos y esta Casa: Variedad y unidad del español, y La lengua como libertad.
Con esa lengua hermosa y libre a la que el profesor Alvar dedicó su vida entera, trabajo como escritor, como novelista, desde hace diecisiete años. Por eso hoy elijo un asunto que me es querido y familiar, desde que en 1995 empecé una serie de novelas históricas ambientadas en el siglo XVII, con intención de explicar, a la generación de mi hija, la España en la que hoy vivimos. Somos lo que somos porque, para bien o para mal (a menudo más para mal que para bien), fuimos lo que fuimos. En ese intento por recuperar una memoria ofuscada por la demagogia, la simpleza y la ignorancia, elegí como protagonista a un soldado veterano de Flandes que malvive alquilando su espada. El trabajo de ambientación histórica y el necesario rigor del lenguaje me llevaron a adentrarme, también, por los vericuetos fascinantes del habla de germanía: esa lengua marginal, paralela a la general y en continua interacción con ella, que ha evolucionado con el tiempo para conservar su utilidad hermética; y que hoy es lo que algunos llamamos golfaray: el argot de los delincuentes y de las cárceles, siempre en transformación. Pues, como ya apuntaban las jácaras del siglo XVI:
Habla nueva germanía
porque no sea descornado;
que la otra era muy vieja
y la entrevan los villanos.
Con cuatro novelas de esa serie escritas y con una quinta a punto de acabar, el asunto me resulta cercano. Por eso decidí que mi discurso de entrada en la Real Academia Española trataría del habla de un delincuente, de un bravo. Un valentón, en este caso, de los que en el siglo de Oro vivían mitad de las mujeres, mitad de alquilar su espada, o su cuchillo: un rufián, o jaque. El habla de esa gente quedó recogida en una abundante literatura contemporánea, incluidas brillantes páginas realistas de los más grandes autores de aquel tiempo; no en vano por la cárcel de Sevilla, por citar sólo una, pasaron Mateo Alemán y Miguel de Cervantes. Han transcurrido cuatro siglos, y esa jerga del hampa, riquísima, barroca, salpicada de rezos y blasfemias, no está muerta ni es una curiosidad filológica. Además de su influencia en el español que hablamos hoy, la germanía del XVI y XVII es un deleite de ingenio y una fuente inagotable, práctica, actual, de posibilidades expresivas. Para demostrarlo, con esa habla quiero contarles una historia.
EL HABLA DE UN BRAVO DEL SIGLO XVII
El bravo, el valentón, se levanta tarde. Ya empieza a bajar el sol sobre los tejados de la ancha, la ciudad (que en este caso es Madrid), cuando nuestro hombre se echa fuera de la cama, que él llama piltra, carraspeando para aclararse la gorja. Se nota que anoche besó el jarro más de la cuenta, y que la borrachera, la zorra, aún está a medio desollar. Nuestro jaque se lava un poco, y luego se compone los bigotes, que son fieros, apuntándole a los ojos. Que entre la gente de la carda, la valentía se estima según el tamaño de los bigotes y el mirar zaino, valiente, de quien es (o parece) capaz de reñir con el Dios que lo engendró. Pues él es uno de esos de quienes dice la jácara:
En ese mar de la Corte
donde todo el mundo campa,
toda engañifa se entrucha
y toda moneda pasa;
donde sin ser conocidos
tantos jayanes del hampa
tiran gajes, censos cobran
de las izas y las marcas;
donde, haciendo punto de honra
esto de la vida ancha,
andan como cazadores
viviendo de lo que matan.
Se viste nuestro bravo, tintineándole al cuello el crucifijo de plata y las medallas de santos. Su indumento es propio de la jacarandaina: un poco a lo soldado, pese a no haberlo sido nunca. A él, las guerras de Flandes y de Italia le pillan demasiado lejos, y es de los que dirían, en palabras de Lope:
Bien mirado, ¿qué me han hecho
los luteranos a mí?
Jesucristo los crió,
y puede, por varios modos,
si Él quiere, acabar con todos
mucho más fácil que yo.
El caso es que se viste con aires de mílite, cosa natural entre la gente de la hojarasca. Aunque al turco y al luterano no los conozca sino de los corrales de comedias, él y sus compadres suelen dárselas de veteranos de los tercios o de las galeras del rey. Y alguno lo es, en efecto; pero como bogavante en gurapas: como galeote. El caso es que el valentón se pone la camisa, que no es lo que en su jerga llama una cairelota, una camisa elegante, sino una lima sencilla, y no muy limpia (nuestro jaque ignora, por supuesto, que esta palabra, lima por camisa, como varias de su parla, seguirá utilizándose en el golfaray que hablarán los delincuentes del siglo XXI). Se pone luego los calzones, o alares, palabra que también ha llegado hasta la jerga rufianesca de nuestro tiempo. Enfunda luego las gambas en las cáscaras, o medias; y después se calza lo que algunos germanes llaman duros, o pisantes, pero que él prefiere denominar calcos, tal vez porque le suena (y así es, aunque no lo sabe) palabra más culta e hidalga (otra, por cierto que llegará también hasta nuestros días), y porque el acto de poner pies en polvorosa, propio de su oficio sobre todo cuando asoma gurullada de alguaciles y corchetes, suena más digno cuando se lo define con la palabra calcorrear. Pues los hombres de hígados como nuestro bravo no se van, sino que se alonan. No corren, sino calcorrean. Nunca huyen, sino que se trasponen, se alargan, redoblan, las afufan o se van al ángel. Sin olvidar la expresión más común en el ambiente: peñas y buen tiempo.
Completa nuestro bravo su indumento con unas grullas, o polainas. Después se pone el apretado, o jubón. Por su oficio debería cubrirse el torso con un coleto de ante o de cuero, o mejor con un jaco o cota de malla, también llamada once mil o cofradía; pero lo prohíben las premáticas del rey nuestro señor. De manera que se conforma con lo que él llama un cotón doble: un jubón forrado de estopilla, que a un arrojado de braveza siempre lo ayuda algo cuando granizan cuchilladas. Así vestido, el valentón mete en la sacocha de la goda (así llama al bolsillo de la derecha) la bolsa, o cigarra, cargada sólo con unos pocos charneles. Y en el puño del jubón, sobre la cerra lerda (la mano izquierda), introduce un mocante de lienzo fino, bordado por su marca, su hembra: una bachillera del abrocho que trabaja en una manfla (una mancebía) de la calle de la Comadre.
El tiempo no es malo; pero a la noche, refresca. Mejor capa que herreruelo. Descarta el bonito y recurre a la abuela, también llamada pelosa. Antes, por supuesto, nuestro rufo se ha ceñido el instrumento propio de su oficio: la espada, que él gusta llamar centella y a veces durindana: esto último porque, aunque apenas sabe escribir (y se le da una higa, porque en España nunca fue de hidalgos leer ni hacer buena letra), nuestro bravonel posee una cultura elemental, popular, procedente de los corrales de comedias y los romances oídos en los mentideros, en las tabernas y en las plazas; aunque su gusto tienda más al lenguaje de la jacaranda, que es su garla, y en la que se encuentra a sus anchas cuando oye eso de:
A la capa llama nube,
dice al sombrero tejado,
respeto llama a la espada,
que por ella es respetado.
O lo de:
Mató a su padre y su madre
y un hermanito el mayor;
dos hermanas que tenía
puso al oficio trotón.
Por aquello de que para ir artillado más vale que sobre y no que falte, completa nuestro bravo el equipo con una ganchosa vizcaína: una daga de ganchos lista para salir como un relámpago. Que, en el oficio de valentía, hombre precavido mata por dos, o por siete. Pues nuestro bravote, al menos de boquilla, es de aquellos a quienes hacía decir Calderón:
¿Y cuántos hombres son estos
que he de matar? Porque vaya,
con que si no son cincuenta,
con menos no hacemos nada.
Y como en materia de precauciones nunca hay nada superfluo, también coge lo que nosotros llamaríamos cuchillo, pero que él prefiere llamar desmallador, conocido también, en su ambiente, por los elocuentes nombres de filosillo, secreto, agujón, barahustador y enano. Luego nuestro rufián requiere el gavión o chapeo, el sombrero, que él llama tejado, y que es ancho, de mucha falda. Se lo arrisca a lo bravonel y sale a la calle con mucho ruido del hierro que carga encima y el andar arrufaldado y zambo (nosotros diríamos chulesco) de los valientes:
Rebosando valentía
entró Santurde el de Ocaña;
zaino viene de bigotes
y atraidorado de barba.
Un locutorio de monjas
es guarnición de la daga,
que en puribus trae al lado
con más hierro que Vizcaya.
Cruza la plaza, y su ojo avisado advierte los trajines de la vida que late alrededor. El sitio es de posadas: bullen buscavidas, ociosos y mendigos, también llamados capachas, con mutilaciones reales o fingidas que, de creerlos, estuvieron en Amberes, en Nieuport y hasta en Lepanto, y que piden limosna de la manera que suelen los mendigos españoles: con muchos fieros y palabras arrogantes, como si el sonante se les debiera por derecho, y la única forma de disculparse con ellos fuese decir: perdóneme vuesamerced, pero hoy no llevo dineros. Que en España, hasta los mendigos dicen aquello de:
Entre nobles no me encojo;
que, según dice la ley,
si es de buena sangre el rey
es de tan buena su piojo.
Más allá, a la puerta de una bayuca, entre las mesas con jarras de vino, un anciano de pelo blanco y aspecto hidalgo pide por la doncella (un timo tan frecuente en la época como todavía en nuestro tiempo el tocomocho) a la busca de un palomo al que sangrar la bolsa de dineros, o armas reales. También los peinabolsas de la cofradía del agarro hacen su vendimia. Son de ésos a los que don Francisco de Quevedo llama:
Murciélagos de la garra,
avechuchos de la sombra,
pasteles en recoger
por todo el reino la mosca.
Muchas del centenar largo de variantes que en germanía del XVII debe de tener la palabra ladrón (de puta habrá más de ochenta) se dan en la ciudad, en este cuartel y en esta plaza: bailes, caleteros, cicarazates, comadrejas, apóstoles, picadores (que perviven hoy en la palabra piqueros, o carteristas), lechuzas, alcatiferos, golleros, sanos de Castilla, farabustes, ciquiribailes, buzos, cherinoles, doctores del araño, murcios, filateros, águilas de flores llanas. Incluida, entre muchas otras, una que todavía se usa: juanero: ladrón especializado en aliviar de peso, hoy euros como antaño maravedises, los juanes, o juanillos: los cepillos de las iglesias.
Sigamos a nuestro valentón. Y por no salir de Quevedo, digamos que :
Con el fieltro hasta los ojos,
con el vino hasta la boca
y el tabaco hasta el galillo,
pardo albañal de la cholla,
columpiando la estatura
y meciendo la persona,
Zampayo entró, el de Jerez,
en casa Maripilonga.
Llega así el bravo hasta una taberna, la que más frecuenta porque tiene puerta trasera por donde guiñarse si a los vellerifes del Sepan Cuántos, o sea, los alguaciles y corchetes de la Justicia (también llamados alfileres de la gura), se les ocurre asomar por allí. Entra el rufo en la bayuca retorciéndose los bigotes, el aire peligroso, poniendo el baldeo en gavia, o sea, apoyando la mano en el pomo de la espada para que ésta le levante la capa por detrás, a lo bravo. Dándose además mucho toldo, porque nuestro hombre gusta, como todos sus camaradas de la carda (y como todos los españoles en general), de apellidarse hijodalgo, muy Mendoza y Guzmán y cristiano viejo por línea directa de los godos. Que en nuestro siglo XVII (y la cosa estuvo lejos de terminar ahí) hasta los sastres y los zapateros se colgaban espada y eran don Fulano y don Mengano. Asunto sobre el que, entre otros, ya ironizaba Lope de Vega:
Mándame quemar por puto
si no valiere un millón,
imponiendo en cada Don
una blanca de tributo.
Y que tampoco se resume mal en aquellos otros versos lopescos que no han perdido, por cierto, su vigor ni su sentido en cuatro siglos:
¡Oh, españoles fanfarrones,
todos voces y palabras!
Nidos sois de la soberbia,
allí le nacen las alas.
El caso es que entra nuestro matante como quien es, y se para a lo escarramán, las piernas muy abiertas y echada la cadera, mirando alrededor con ese aire entre receloso, fanfarrón y avisado que los de su oficio llaman a medio mogate. Saluda a la amontonada valentía que allí anda bebiendo, o sea, piando de la bufia, y la jábega le responde grave con mucho vuacé y uced y camarada, pronunciando las palabras a lo gayón, muy puestos en garla de jaque. Son de los que cantan:
Vino y valentía,
todo emborracha;
más me atengo a copas
que a las espadas.
Todo es de lo caro,
si riño o bebo,
con cirujanos,
o taberneros.
Se sienta nuestro rufo con otros dos matachines que, como él, viven a lo de Dios es Cristo y, a fe de tales, cargan sobre el hígado más hierro que las rejas de la cárcel de Sevilla, amén de capas fajadas por los lomos, jubonazos de estopa, chapeos con las faldillas altas por delante, bigotazos de ganchos y tatuajes en los dorsos de las manos de uñas tan negras como sus almas. Pide vino para él y aquí, los valentachos, y algo de muquir, que su estómago mocho tiene boque, es decir hambre. El vino se lo traen aguado: bautizado, o cristiano. Protesta el bravo con mucho pardiós y pesiatal, diciendo que esa afrenta no se viera ni entre luteranos. Al cabo traen otro vino, esta vez infiel como arráez de galera turca. La mufla, que llega al poco, consiste en un guiso de gallina, a la que el bravo se refiere como gomarra (aún se llama hoy a los robagallinas gomarreros) y una escudilla de quemantes crudos: de ajos. Embucia con apetito el recién llegado y sorben los tres como para quitarse las pesadumbres, limpiándose los bigotes entre tiento y tiento.
Mientras apiornan, o azumbran, los tres bravotes hablan de la vida y de sus cosas. Que si el perro inglés ronda otra vez Cádiz. Que si el turco baja o sube. Que la coima de Fulano tiene mal francés y le ha pegado las melacotufas a su engibacaire. Que a Zutano le trincharon los aparejos el otro día, por apitonarse con un rajabroqueles que le salió rápido de acero. Que a Mengano, por no sobornar a un alguacil (o sea, por no ensebarle la palma al mayoral de la güerca), le hicieron un jubón de pencas, de latigazos, y salió luego de ajo en la ristra de la chusma y camino del Puerto de Santa María, para muflirse, o comerse, tres años de gurapas (de galeras) cosido al remo, o palo de batanear sardinas. Y todo porque, como en aquella carta famosa del Escarramán a su daifa, la Méndez:
Remolón fue hecho cuenta
de la sarta de la mar,
porque desabrigó a cuatro
de noche en el Arenal.
Luego recuerdan con afecto a Perengano, que andaba escondido, o sea, a sombra de tejados desde que con otros camaradas le afufó el alma a un corchete: a un alano de la gura. Al pobre Perengano lo acerró por fin el árbol seco (la Justa, la Justicia) saliendo de la iglesia donde se había refugiado, o, dicho en valiente, llamado a altana. En el estaribel (palabra que sigue en uso en el golfaray del siglo XXI para designar la cárcel) le pusieron cuerdas y clavijas sin ser guitarra; pero el bravonel se comió tres ansias (es decir, tres tormentos de agua y cordel) como un grande de España, sin berrearse de los camaradas (ese berrear por delatar también sigue hoy en vigor); y allí sigue el león, embanastado pero en soniche. En silencio. Cosa muy de elogiar, por cierto. Que negar cuando se anda en tratos de cuerda es de godos, y para ejemplo, Grullo:
A Grullo dieron tormento,
y en el de verdad de soga,
dijo nones, que es defensa
en los potros y en las bodas.
Amén que tener quieta la sin hueso, aparte de ser punto de honra cuando entras en la casa fosca (la cárcel, otrosí llamada caponera, cesto de culpas, casa de poco pan y bolsón de la horca) es también saludable cuando después uno tiene que dar cuentas a los camaradas de lo que dijo y de lo que no dijo. Pues cuando se es fuelle, ventor o abanico (es decir, delator o soplón), cualquier bramo lo pagas con la gorja. Y puestos a decir algo, las mismas letras tiene un no que un sí.
Bien remojada la palabra, los tres escarramanes tratan de su oficio. Son malos tiempos, por vida del rey de copas. Como dice el baile:
Todo se lo muque el tiempo,
los años todo lo mascan.
Poco duran los valientes,
mucho el verdugo los gasta.
Eso, en cuanto al oficio y los camaradas. En cuanto a las yeguas que cada cual tiene en la dehesa, las cosas tampoco van muy bien. Sus hembras, se lamentan los rufos, apenas rinden resullo (dinero). Últimamente no trotan más que de baratillo, y el poco socorro que aportan con el trabajo de su broquel (o guzpátaro, para entendernos, aunque hay otros nombres; y permitan que me quede ahí), ese dinero se les va a ellos alijando la nao, o sea, gastándoselo con la desencuadernada (los naipes) o con los dados: los huesos de Juan Tarafe. Y del oficio de valentía, para qué hablar. Agua y lana. O sea, fatal. Uno de los jaques se queja de que ayer mismo un cartujo (un marido barbado, es decir, cornudo) pretendía una hurgonada (una estocada) al querido de su legítima por la fardía ledra de veinte míseros ducados. Una vergüenza, se lamenta otro compadre. A él le ofrecieron, explica, veinticinco ducados por trincharle las asas (las orejas, también llamadas mirlas) y treinta por calaverar (cortar la nariz) a un galán que ponía (observen hasta qué punto el golfaray del XVII trabajaba también lo culto) aljófar en alcatara ajena. Por vida de Roque, adónde vamos a parar, se lamentan los tres bravos. Ni entre turcos o herejes viérase tal desprecio por el oficio de valentía. Por ese argén, matiza uno, no hay hombre de bien que desenvaine la fisberta. Lo más que puede ajustarse por veinticinco granos es un chirlo en la cara; un tajo de diez puntos o, como mucho, un beneficio de doce, e incluso una cruzada de oreja a oreja: de aldaba a aldaba. Así se lo dije al bacalario, responde el primer rufo. El hijo de mi madre no trincha una calle del tabaco, o sea, una nariz, por menos de cuarenta cruzados. Se me apitonó el cliente muy Bernardo, echamos verbos y a punto estuve de desnudar la de Juanes y atarascarlo a él, dándole su ajo, pero gratis. Que, como dicen los valientes en los entremeses de Hurtado de Mendoza:
Eso déjolo yo para la zurda,
que con la diestra soy del mundo azote.
En fin. Son malos tiempos, se quejan de nuevo los compadres, besando el jarro. Mundo mundillo; nacer en Granada y morir en Trujillo. Parlan luego de tiempos gloriosos, cuando el Escarramán, y Gonzalo Xeniz, y Gayón el de la mojada (la cuchillada) famosa, y otros bravos respetados, que no cenaban liebre ni gallina, ni temblaron nunca sino de frío. Como, sin ir más lejos, Ginesillo el Lindo, que a primera vista daba astillazo porque parecía alcorza, tan rubio y blanco de piel, de los que cuentan (ahora diríamos de los que entienden), pero que en realidad era caimán probado, con tantos hígados como el que más; y que hizo cecina a un corchete, afufándole el alma porque éste lo llamó puto en público. Pues, como dice Calderón en otro entremés famoso:
Que soy muchísimo hombre
para andar escrito en burlas.
Comentan también el caso de Tomás Mojarra, un arrojado de braveza al que dieron de agudo desabrigándole el resuello con dos palmos de toledana: al verse descosido el cofre de los molletes (la barriga), hecho un eccehomo en un charco de colorada y sintiendo que se iba por la posta, pidió confesión y óleos; pero luego, cuando llegó el dómine con los avíos, viendo que había conocidos cerca, se lo pensó mejor y se negó a cantar en la última ansia, diciendo que no era de hidalgos derrotarle al cura lo que tantas veces había callado en el potro. Aunque, puestos a hablar de hombres crudos, no podía olvidarse a Nicasio Ganzúa, buen tajador, que despachó a su propio padre, y a dos que pasaban por allí, sólo porque el padre le dijo: mientes por la barba. Ganzúa era de esos de los que cuenta Cervantes:
Con una daga que le sirve de hoja,
y un broquel que pendiente trae al lado,
sale con lo que quiere o se le antoja.
Con Ganzúa, la noche antes de su ejecución en la plaza de San Francisco de Babilonia, Sevilla, ciudad que es Chipre de los valientes, los camaradas echaron tajada (que así se decía a acompañar al amigo que iba a ser ejecutado al día siguiente) confortándolo en el banasto (o trena, como aún decimos después de cuatro siglos) con mucho azumbre y guitarras. Y Ganzúa, como quien era, estuvo jugando a las cartas todo el rato con muchos argamandijos (o redaños) y con mucha flema, hasta el alba (seis granos juego, matantes tengo, voy con la puta de oros, alce vuacé por la mano, envido, malilla y demás lances de la baraja, o catecismo). Y además decía entre naipe y naipe que verse enjaulado no era injuria, pues enjaulados se tenía a los leones. Y en cuanto a la enfermedad de esparto de la que en la siguiente clarea (al día siguiente) iba a verse con la Cierta (la muerte, también llamada la Descarnada o la Chata), a él, a fin de cuentas, quien lo llevaba al finibusterre era la justicia real, o sea, el mismo rey; y a eso, dijo, nada tenía que objetar, pues entruchaba (entendía) que quien lo sacaba del mundo era el rey en persona, como quien dice, y no un calcirroto cualquiera. Que, en tal ilustre marrajo como él, fuera deshonra verse despachado por un don nadie, y que a otro no se lo hubiera consentido en absoluto. Y con ese talante subió al día siguiente al patíbulo, o sea, al cabo de Palos; y mientras le añudaban la calle del trago, aún tuvo alforjas para decirle al bederre (al verdugo) que hiciera su oficio bochándolo con presteza y decoro, porque él no era de los bravos de contaduría que blasonan del arnés y nunca lo visten, sino de los que dicen: tenga yo fama y háganme pedazos. Que en vida nadie se la hizo que no la pagase; de manera que, si no lo despachaba por la posta y como a un hidalgo, el día de la resurrección de la carne iban a verse las caras. Y entonces, voto al coime de las Clareas, o sea, a Dios y a quien lo engendró, daríale tierra hasta el ánima.
Tratan luego de un negocio en curso. Ya saben vuacedes, dice nuestro bravo, que en España no hay más Justicia que la que uno compra. Que, como decía Lope en La noche toledana:
El médico está mirando
cuándo el de a ocho le encajas;
el letrado, cuándo bajas
la mano al párrafo, dando;
el jüez, cuándo le toca
la parte del denunciado;
el procurador no ha dado
paso hasta que el plus le toca;
el que escribe, sólo atiende
cuándo sacas el doblón.
Cualquiera negociación
de sólo el dinero pende.
Y resulta, prosigue, que un amparo (es decir, un abogado) de la plaza de la Providencia, que defiende un pleito complicado y costoso de los llamados sanguijuelas, paga bien si a un testigo molesto le abren una buena boca de tarasca para impedir que declare ante el juez y el escribano (o, para entendernos, ante el Noli me tangere y el lima sorda). Así que una de estas noches, apunta el valentón, cuando todo esté oscuro a boca de sorna, tendremos danza de blancas, con la ventaja casual de que somos tres a uno (que hasta para acuchillar a un manco hay que precaverse), y de que al mayoral de alacranes, el alguacil que estos días vigila este cuartel, se le ha ensebado la palma y no hemos de temer que nos inquiete la Justicia. Pero si algo sale torcido, a ledras, y durante el negocio asoma la zarza (la ronda), cerca tenemos la altana de San Andrés, para trasponernos y amadrigarse en sagrado, hasta que escampe.
Se levanta nuestro jayán y hace tintinear un Juan Platero sobre la mesa: un real de a ocho, también llamado Juan Redondo. Pero los dos amigos le dicen que se guarde el cumquibus, que hoy pechardinan de manga. O sea, que pagan tomando la penchicarda. Dicho y hecho. Alzan la voz los tres y echan verbos como si discutieran, en tono propio de aquella jácara quevedesca:
¿Tú te apitonas conmigo?
¿Hiédete el alma, pobrete?
Salgamos a berrear,
veremos a quién le hiede.
Y en efecto, los tres hampones salen afuera muy atropellados y sin pagar, como dispuestos a reñir acuchillándose las asaduras; y una vez en la calle se despiden y se van cada uno por su lado. Que, como dice el refrán, hombre apercibido, medio combatido.
Una vez solo, camina el bravo por la calle como si fuera suya, contoneando el navío (el cuerpo), el aire feroz, una mano en el pomo de la temeraria y la otra retorciéndose los bigotes. Busca a su coima, que anda en corso tres esquinas más allá. En este punto conviene recordar que la hembra de nuestro bravo es murciélago de moneda, de ésas que saben de coro la cartilla del buscar:
Piensa que somos de aquellas
que infaman este lugar,
que salen a negociar
con la luz de las estrellas.
Que salen, aventureras,
a esta Vega y al Cambrón
a dar público pregón
de sus hermosuras fieras.
Y exactamente así encuentra nuestro bravo a su marca: en tratos con un cliente a la puerta de la manflota, la mancebía (también llamada aduana porque nadie pasa adentro que no pague), y decide quedarse por allí, esperando que el palomo se decida a alojar el caballo en el broquel de la hurgamandera y alcabale los nipos, o dineros. Porque no será nuestro bravote quien impida a su pencuria ganarse la vida, y de paso la de él.
Sin embargo, el cliente no se decide a abrochar. Quizá le parecen caricios los dineros que pide la rabiza por que le troten el anca. El caso es que nuestro rufián se impacienta; de manera que se acerca, arroldanado y bravoso, añusgando (mirando furioso) al mandria muy fijo y muy zaino, con las piernas abiertas al caminar, andando a lo columpio sin apartar la cerra, la mano, de la amenazadora bayosa que carga al costado. El otro parece hombre de paz y poco amigo de reñir. Así que, temiéndose un araño, se acatalina y bate talones tomando calzas de Villadiego. O, dicho de otro modo, peñas de longares. Murmurando tal vez entre dientes aquello que decía Juan Rana:
-¿Y /el /atajo /que os dije?
-En mi trabajo,
no salir a reñir es el atajo.
O, filosofando, con versos rufianescos cervantinos:
Muerte y vida me dan pena;
no sé qué remedio escoja,
que si la vida me enoja,
tampoco la muerte es buena.
El caso es que allí queda nuestro rufo dueño del campo, y le dice a su gananciosa que palme el cairo de la jornada, que tiene necesidad de socorro. Le entrega la otra el rescate, que no es mucho, lamentándose de la poca paja que últimamente mete en el establo; pero es que, señala en su descargo, estos días está con la camisa, o sea, con la costumbre.
Dices que te contribuya,
y es mi desventura tal,
que si no te doy consejos,
yo no tengo qué te dar.
Pese a las excusas, al engibador le parece poco dinero; se arrufa, y para demostrarlo hace ademán de asentarle la mano. Déjate de tretas y alicantinas, dice, y no le hagas cagar el bazo a este león. Que ya me conoces: hay cosas que no sufro ni en Argel, y cuando se me alborota el bodegón igual atrueno a dos que a doscientos, y soy capaz, pardiez a caballo, de borrajarte el mundo, o sea, cruzarte con un signum crucis, un tajo, esa bonita cara. Así que alonga luengo y gánate tu jornal y el mío. Todo eso se lo dice con la mano levantada, como si fuera a jugar de abejón sacudiéndole el balandrán a la pecatriz, que se amilana y llora (acebolla los columbres) vertiendo abundante clariosa de los lagrimales porque teme una turronada. Pero el jaque amaga y no da. Pese a sus fieros, en el fondo le tiene ley a su cisne. Cuando se pone tierno, cosa que ocurre sólo muy de vez en cuando, le recita junto al asiento de las arracadas, u orejas, aquella vieja jácara:
¡Ay coima la más godeña
de toda la germanía,
reina de todas las coimas
y flor de todas las izas!
La iza es, con perdón, más puta que la Caba Rumía; pero eso sí: cumplidora, limpia, ambladora y muy buena (muy godeña) en el oficio trotón. No como esas calloncos y grofas de todo trance a las que, por decirlo en germán culto, o casi, les aceitan de almendras el alhorce por cuatro maravedís. No. La de nuestro bravo es doctora del arte aviesa; y de tan buen aspecto, en opinión de su hombre, que podría pasar por tusona de categoría, de las que frecuentan condes y marqueses. Y tan dispuesta a lo suyo, además, que de quedarse preñada (cosa que evita una vieja cobertera de la vecindad), podría decirse lo del romance aquel de don Francisco de Quevedo:
Fuimos sobre vos, señora,
al engendrar el nacido,
más gente que sobre Roma
con Borbón por Carlos Quinto.
El caso es que, que, asentada su autoridad, el jaque se guarda la pecunia, le palmea el buz (o retaguardia) a la daifa y la deja seguir ruando, no sin que antes ésta lo llame cherinol de mi corazón, flor de la altana, cosario de mis columbres, abrigo de mis criojas y (en plan más íntimo) ballestazo de mi broquel, califique su boca de arcaduz de mi dicha, y sus ojos de quemantes de mis asaduras. Que, en la España del siglo de Oro, las bachilleras del abrocho no necesitan leer a don Luis de Góngora para enjaezarles las escarpias, o sea, halagarles las orejas, a los gallos (a los caporales) de sus entretelas.
Que, por Dios, así me goce,
que le vi reñir con doce.
Se encamina nuestro bravo a la casa de conversación, es decir al garito, no sin hacer antes viacrucis por las tabernas, o sea, por las alegrías y consolatorias que le pillan de camino, haciendo suyo aquel higiénico y casi filosófico principio de la jácara Las postrimerías de un rufián:
¿Cuándo se vio que muriese
hombre que sin asco sorba?
Seguro de eso, el bravonel escurre el barro, o el estaño, que en todo puede ir el vino, con algunos conocidos piadores que por allí pastan, haciendo la razón, o brindis, o dominus vobiscum. Y al fin, bien remojada la palabra, lo vemos llegar a la casa de tablaje, y:
Entrar de capa caída,
como los valientes andan,
azumbrada la cabeza
y bebida la palabra.
El garito, todo hay que decirlo, no es coima de minoribus, o de poquito, sino coima de maioribus donde se juega a lo grande, y lo mismo ruedan brechas, o dados (también llamados albaneses, hormigas, astas, peste o cuadros), que se ara con bueyes; nombre éste que los germanes dan al libro real: la baraja, también llamada desencuadernada, o catecismo. En el garito se juegan lo mismo quínolas, polla y cientos, que son juegos de sangría lenta, donde un palomo sangra el argento poco a poco, que el siete, el reparólo y otros juegos de los llamados de estocada, por la rapidez con que te dejan sin dinero, sin habla y sin aliento. La comparación no es ociosa, pues ya lo dijo Lope:
Como el sacar los aceros
con quien tuviere ocasión,
así el jugar es razón
con quien trajere dineros.
Sólo que en este lugar, para evitar males mayores, las armas se dejan al portero, pues en gente poco sufrida como la española, y más si es del hampa, los dimes y diretes suelen terminar a cuchilladas. Así, dejando chapeo y capa, y aliviado de hierro, pasea el valentón entre rumor de conversaciones, tahúres, jugadores y mirones que dan coba a los que ganan, en busca de propina, o barato. En las mesas, alrededor de las cartas y de los dados que ruedan, se oyen suspiros, jaculatorias y pardieces. Sobre todo esto último: juramentos de los que alijan el navío. O sea, los que palman; o más bien de aquellos a quienes, en versos lopescos, despalman:
Veinte escudos que tenía
de mi amo le he jugado
con un fullero taimado,
pensando que no sabía.
Por la compuesta le alcé,
y tanto del juego ignoro,
que, de veinte escudos de oro,
con uno me levanté.
En ese ambiente de tipos gariteros (sages, vivandores, coimeros, templones, cercenadores, caballos, astilleros y dancaires), nuestro bravo encuentra a algunos conocidos prestamistas del garito, llamados tomajones, que lo abrazan. Y responde con tiento, recordando que en lugares como ése, españoles todos a fin de cuentas:
Cuando te abracen, advierte
que segadores semejan:
con una mano te abrazan,
con otra te desjarretan.
Se juega nuestro bravo el cumquibus de su daifa, evitando las mesas donde fulleros y doctores de la valenciana expertos en ahuecar el as, el rey, el siete o la sota en forma de teja o boca de lobo, astillarlo con una marca o un raspado o hacerle la ceja para reconocerlo, despluman a chapetones incautos con barajas a las que también llaman huebras. Llevan éstas los naipes (los bueyes) preparados y llenos de trampas, o flores, que son tan infinitas como el ingenio (berrugueta, ballestón, tira, cristalina, alademosca, panderete) y que parecen directamente salidas del popular romance de Perotudo:
Diez huebras lleva de bueyes;
cada cual es con su flor,
con la raspa y cortadillo,
tira, panda y ballestón.
Prueba primero nuestro bravote con los dados, a los que él llama brechas. Ruedan en su contra, así que piensa que están cargados o tal vez amolados: Mira mal al brechador, y decide cambiar de aires antes de que lo dejen en cordobán. Se va a una de las mesas de cartas donde se aran quínolas, y cuaja conversación, que así se dice a empezar a jugar. Pero hace agua, o sea, pierde más que gana, y termina jurando a los doctrinales. O, dicho de otro modo, echa mantas y no de lana, renegando del papo de Adán y del broquel de Eva. No se fía del tahúr que lo despluma, y lo observa con mucho cuidado intentando descornarle la flor, o adivinarle la trampa, atento a si hace amarre (que es truco para que salga cierto naipe), o salvatierra reteniendo el siete de matantes, de espadas, que en germanía se conoce como setenil, ronda o cueva del becerro. Carta esa, o buey, que a nuestro bravo le permitiría cambiar su suerte. Pero no lo consigue. Sigue perdiendo, y añusga de mala manera al fullero, que con mucha desvergüenza le sostiene la mirada. Sin duda el otro es brujulero fino, de esos de los que puede decirse:
¡Vive Dios, que no hay mayor
bellaco desde aquí a Roma!
¡Qué bien unos naipes toma,
qué bien sabe cualquier flor!
Viendo su dinero más perdido que el alma de Judas, se enfada nuestro bravote, más por no poder probar la flor que porque se la hagan. Aunque empieza a olerse que se la fragua un doble del fullero, que a su espalda, dándoselas de curioso, puede estarle haciendo el espejo de Claramonte, pasándole al otro señas de los palos vacíos (el cinco de bastos), la calle del puerto (el seis de copas) y la puta de copas (la sota) que nuestro bravo tiene en las manos. Al fin se vuelve el rufo a decirle al apuntador que se quite de ahí. Echan verbos y mentís por la gola, y al cabo hace nuestro león ademán de meter mano a la temeraria que no lleva, porque se la dejó al portero. Dicen de salir a reñir afuera. Tercian los conocidos y también el dueño del garito, pidiendo que no se alborote el aula; y al fin, nuestro bravo observa que el fullero y su contrayente (hoy todavía se usa la palabra consorte para cómplice) no están solos, sino que tienen cerca una camada de cuatro o cinco campeadores de garulla, o padrinos, por si las cosas se complican y hay que darle a alguien en la calle un catorce, o un antuvión de esos que llaman conclusión o mojada de cien reales. El caso es que, como las reglas de los que profesan de braveza dicen valientes pero no tontos (crudos pero no badajos), nuestro Roldán decide que peñas y buen tiempo. De manera que se va hacia la puerta como si tuviera algo importante que hacer, tocándose el cinto cual si lamentara no ir rebozado de hierro hasta las cejas. Y allí, muy arrojado de chanfaina, se vuelve a medias y le dice al mozo de la puerta: Cuerpo de Mahoma, juro a dix y vive Dux, juro por mis dos y por mis cuatro que si no tuviera un asunto urgente, voto al cinto, desataba la sierpe y le contaba los botones con mi temeraria a más de un bellaco. Por vida del rey de espadas (que de España iba a decir) que no hay bastantes hombres aquí para quien, como yo, ha reñido cien veces y matado a quinientos, y eso en ayunas. A fe de quien soy, y no digo más. Y quien dijese lo contrario, miente.
...Y luego, encontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.
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