Blogia
El rincón de Irenia

Letras de agua

La cita III (y fin)

La cita III (y fin) Este verano comencé este relato que, después de tres capítulos y poco tiempo para acabarlo, por fin llega a su fin.

La cita III

Ese fin de semana había quedado con sus amigas de siempre. Desde hacía unos años apenas se veían y por esa razón procuraban concederse una noche sólo para ellas de vez en cuando. Su mente no paraba de dar vueltas a los acontecimientos de los últimos días pero a pesar de ello, intentó parecer lo más despreocupada posible, risueña y feliz. Sólo una de sus amigas se dio cuenta de que algo le ocurría y al final consiguió que se lo explicase.
--¡Tú eres tonta! –exclamó su amiga-- ¿Pero cómo se te ocurre rechazar a alguien en esas circunstancias sintiéndote tan atraída por él? Te conozco demasiado y sé que te gusta de verdad. Te agarras a tu antiguo amante como a un hierro ardiendo.
Ella lo negó una y otra vez. No, no era posible. No podía haberse enamorado de un compañero de trabajo en una sola noche.

El lunes llegó tarde a la oficina, tarde y de mal humor. En su cara se notaba que había dormido mal. Vio a su compañero de confidencias en la máquina de café y no se atrevió a ir. Procuraba evitarlo. Él la miraba de soslayo y por sus ojos se notaba que quería intentar algún acercamiento. Pero no lo hizo, se mantuvo en un segundo plano.

Ella no conseguía sacarse el trabajo de delante; no lograba centrarse. A media mañana recibió un sms de su antiguo amante; le proponía volver a verse aquella misma tarde. No dudó ni un momento y aceptó su propuesta.

Las horas pasaron más rápido a partir de ese momento y su humor también cambió, aunque no su concentración.

Llegó lo más rápido que pudo a casa y creó un ambiente apropiado para un reencuentro entre dos viejos amantes. Su cuerpo volvía a clamar por él.

No tuvo que esperar mucho tiempo para volver a encontrarse entre sus brazos. Él llegó un poco antes de lo que le había dicho en un principio. Se besaron mientras cerraban la puerta y se dirigieron directamente a la habitación. El ansia de los dos cuerpos era mayúscula y rápidamente se saciaron. Pero, al contrario de lo que ella esperaba, él se marchó enseguida. El deseo inicial dejó paso a una sensación de vacío tremenda y tuvo la impresión que había sido un error acostarse de nuevo con él; quizá si su compañero de trabajo no hubiese aparecido todo hubiese sido distinto.

Los siguientes días se sucedieron con monotonía. Por suerte su concentración en el trabajo volvía a ser óptima y se encerraba en sus tareas para no pensar. Sólo la mirada casi al acecho de su compañero conseguía descentrarla porque no podía evitar revivir sus caricias recorriéndole el cuerpo, sus labios besándola, sus ojos deseándola.

El viernes se volvió a quedar hasta tarde en la oficina. Esta vez no se dio ni cuenta. Se fue a hacer un café para despejar su cabeza antes de irse. En el fondo de su alma deseba que se repitiese la escena de la semana pasada. Al acercarse a la máquina lo vio trabajando aún en su despacho.
Echó las monedas en la máquina y cuando levantó la cabeza lo encontró delante de ella.
--Hola –saludó ella conteniendo el temblor que le acababa de aparecer en la mano con la que sostenía el café.
--Hola –contestó él—. Llevo toda la semana intentando acercarme a ti pero no he visto la manera y he notado como me rehuías con la mirada. Sólo quería decirte que el viernes pasado lo pasé muy bien contigo. Fue una noche especial y quería que lo supieras.
--Para mí también lo fue –se sorprendió ella respondiendo— Sólo que…
--No, nada de disculpas. Los dos sabemos que hiciste lo mejor para ambos. Aunque, ¿sabes? Sería fantástico poder repetir lo de la semana pasada, pero imagino que no querrás.
--Te equivocas, me encantaría.

La cita II

La cita II Aquí dejo la segunda parte del relato que comencé el domingo.

La cita II

El café estaba lleno, pero al fondo quedaba libre una mesita que ocuparon enseguida. Le pareció que no tenía el aire íntimo de la otra vez, quizá por el número de gente, quizá por el sol de tarde fuera del local, quizá por… Quizá era ella la que se sentía diferente.

Temió arrepentirse de la invitación realizada casi a bocajarro y por despecho. Realmente no conocía de nada al hombre con el que se acaba de sentar a tomar un café y tampoco sabía si su humor encajaría bien no entenderse con él, si se daba el caso. Comenzaron a hablar de trabajo, era su vínculo común; ninguno de los dos se atrevió a preguntar al otro por el motivo de la demora en la oficina, aunque él hubiese afirmado abiertamente que le habían plantado. Se notaba que ambos deseaban cambiar el tema de la conversación, en algunos momentos parecía que todavía siguiesen trabajando. Y de repente, algo pasó. Se les acercó un vendedor ambulante de top manta ofreciéndoles en DVD la película que ella había visto a principios de semana en el cine. Él también la había visto días atrás y le pareció estupenda. Le contó punto por punto el motivo de su entusiasmo por aquella película: el argumento, los personajes, la narración, el montaje… No había duda su gran pasión era el cine. Ella se dejó seducir por sus palabras, por sus gestos… Se sentía muy cómoda a su lado.

Sin darse cuenta se les hizo la hora de cerrar el local. Decidieron ir a cenar y seguir con la charla cada vez más animada. Se notaba que cada vez se sentían mejor el uno con el otro. Habían pasado de ser dos extraños a casi dos confidentes.

Después de la cena fueron a tomar una copa. Esta vez eligió él el local. Ella hacía rato que había decidido dejarlo todo en sus manos y dejarse llevar. ¡Hacía tanto que no se sentía así con alguien! La llevó a uno pequeño, de dos plantas; la primera estaba llena así que subieron a la segunda donde no había nadie más. Se sentaron como lo habían hecho durante las horas anteriores: uno frente al otro, pero se notaba que había una química especial entre ambos. La conversación por fin derivó al tema que ambos habían estado esquivando desde que salieran de la oficina: ¿por qué se habían refugiado en el trabajo en lugar de salir pronto? Ella no pudo mentir y confesó que su cita también había fallado. Él sonrió. Enlazó sus dedos con los de ella y observó cuál era su reacción. Ella le respondió cogiéndole la otra mano.
--¿Tu novio? –se apresuró a preguntar él.
--¿Tu novia? –respondió ella coqueteando abiertamente con él.

Se miraron a los ojos sonriéndose y él se le acercó lentamente hasta que la besó. ¡Cuánto necesitaba ella ese beso!

No volvieron a hablar de sus respectivas citas anuladas.

Fueron los últimos en salir del bar y lo hicieron cogidos de la cintura. Ambos parecían necesitarse aquella noche. A esa hora ya no podían ir a ningún local donde se les permitiese seguir con la conversación y ninguno de los dos quería acabar la noche ahí, así que tomaron rumbo a casa de ella.

Ella intuía que algo iba a ocurrir. Las manos de él la cogieron por la cintura en el ascensor y subieron hasta tocar sus pechos por dentro de la camisa mientras ella intentaba abrir la puerta de casa. “No pienses”, se repetía ella, “no pienses”.

Los besos se repitieron, esta vez acompañados de caricias sabias. Se sirvieron una copa y siguieron hablando. Parecían que los temas de conversación jamás se agotaban con él y esto todavía la atraía más. Se sentaron en el sofá, allí parecía correr más aire que en las sillas del comedor donde se habían sentado inicialmente. Al poco rato ella se estiró en el sofá y usó las piernas de él de cojín. ¡Se sentía tan bien así! Él le acariciaba el pelo mientras seguían charlando. ¿Qué hora debía ser? ¡Qué más daba! Él se levantó con suavidad y la dejó totalmente recostada sobre el sofá. Se arrodilló en el suelo y la besó de nuevo.
--Te deseo –confesó.

Un extraño mecanismo se puso en funcionamiento en el cerebro de ella. ¡No puede ser! ¡Es un compañero de trabajo! ¡Lo veré cada día! ¡No me puedo liar con él y aún menos por despecho de otro hombre al que aún deseo!

Se incorporó violentamente.
--¡No! –exclamó—. Dejémoslo aquí.

La cita

La cita Anoche colgué la primera parte del relato que dejo ahora. Lo he enganchado desde el principio para aquellos que queráis leerlo y no os apetezca buscar la primera parte en un post anterior.

La cita

El verano parecía haberse desvanecido de repente. El cielo negro se rompió y de él comenzaron a bajar goterones de lluvia.

Al salir de la oficina le sorprendió el mal tiempo. Miró a izquierda y a derecha y se acordó de que al final de la calle había un cine en el que no había estado nunca. Fue corriendo para allí y se refugió en él. Al menos estaría dos horas resguardada. Compró una entrada para la primera película que le pareció apetecible y enfiló rumbo a su sala. Y allí estaba él, con su uniforme elegante controlando el acceso a la entrada. Hacía años que no le veía; la última vez fue una noche de verano, antes de que las circunstancias de sus respectivas vidas les separasen.
--Hola –saludó ella mirando a sus enormes ojos verdes--. No sabía que trabajases aquí. ¡Qué casualidad!.
--Hola –respondió él con una expresión de sorpresa en el rostro—. Ya ves, el mundo es un pañuelo.
Ella le entregó la entrada para que la cortase y no pudo evitar que sus dedos se enlazasen un momento con los de él.
--Antes de que entres en la sala, ¿te apetece ir a tomar algo después? –inquirió él todavía con los dedos de ella entre los suyos—. Salgo de trabajar cuando acabe esta sesión
--Perfecto –respondió ella sin pestañear.

No prestó atención a lo que veía en pantalla. Su mente no paraba de pensar y de recordar. Se habían conocido, como ocurre con todo lo bueno de la vida, de casualidad y su relación se fue fraguando café a café, película a película, libro a libro, conversación tras conversación. Un día se sorprendieron besándose, acariciándose, deseándose y cedieron al apetito mutuo. Poco podían sospechar entonces que poco después dejarían de verse por incompatibilidades horarias. Durante un tiempo se escribieron, incluso se vieron algunas veces antes de que la rutina diaria les absorbiese a ambos.

Cuando acabó la película ella se quedó aún un rato sentada en la butaca. Él entró en la sala, se acercó con sigilo sin que ella le viera y se sentó justó detrás de ella.
--Si no sales no podré recoger e irme. Si te parece bien, espérame en el café que hay a dos travesías yendo hacia la izquierda –dijo apartándole el pelo de la oreja y rozándola suavemente con los labios.

El café era pequeño pero acogedor. La decoración en madera le confería un tono cálido que aún lo hacía más agradable. Ese era el tipo de locales que les gustaban a ambos. Pidió un té y se dispuso a esperar. Él llegó a los veinte minutos vestido con una camiseta y unos tejanos que contrastaban con el uniforme que vestía unos minutos antes.
--No conocía este local –dijo ella para romper el hielo.
--¿No? –respondió él con tono socarrón— Pensé que conocías todos los locales de este tipo de la ciudad.
Ella rió a carcajadas. Durante el tiempo que duró su relación ella presumía de conocer los bares con más historia de la localidad.
--Pues ya ves que no –reconoció ella--. ¿Sabes que me alegro mucho de que hoy haga tan mal tiempo y que la casualidad haya decidido que me refugiase en tu cine del aguacero? –confesó por fin mirándole a los ojos.
--Me alegro que sea así –manifestó él cogiéndola de la mano.

Durante mucho rato estuvieron hablando de qué había sido de sus respectivas vidas. Él vivía en pareja, en cambio ella seguía sola e independiente.

Los camareros comenzaron a recoger el bar. La lluvia había cesado y por las calles se veía a la gente que antes se había encerrado para resguardarse del temporal.

--Me gustaría que vinieses a casa –confesó ella con deseo.
--Está bien, te acompaño. Aún dispongo que un poco de tiempo.

El camino hasta la casa de ella se hizo prácticamente en silencio. De vez en cuando uno de los dos comentaba alguna banalidad, pero la mirada de ambos denotaba apetito del otro.

Al entrar en el piso, él se avanzó y recorrió lentamente con la mirada todas las estancias.
--Todo está como lo recordaba. Parece que el tiempo no haya pasado. Todo tiene tu toque personal e inconfundible –señaló él antes de abrazarla y besarla.
--No sé si debemos… –expuso ella. Pero otro beso interrumpió la frase.
--Tengo ganas de volver a verte, de acariciarte, de sentirte muy cerca de mí. Creo que es algo que tenemos pendiente.
--¡Pero estás comprometido! –exclamó ella.
--Sí y los sentimientos hacia mi pareja no van a cambiar. Sólo será sexo.
Ella ardía por dentro. Sentía que su cuerpo clamaba por él de nuevo.
--Está bien –asintió por fin.
--El viernes salgo temprano de trabajar, podría venir al salir.
--Muy bien, hasta el viernes entonces.

La semana pasó lenta, muy lenta. La noche del viernes durmió mal. Tenía sentimientos contradictorios: por un lado deseaba ese regalo, por el otro sentía que actuaba con negligencia.

La ducha de esa mañana fue larga, la piel caliente se calmaba con el agua. Eligió encaje rojo para ese día; recordaba que era uno de los colores favoritos de él y mientras se vestía tuvo un presentimiento: “él no va a venir”.

La mañana fue dura en la oficina y las visitas a la máquina de café más habituales de lo normal. A mediodía recibió un mensaje: “No puedo venir, me ha surgido un imprevisto. Ya te contaré. Lo siento.”

Las horas de la tarde parecían no pasar, pero decidió quedarse más tiempo en la oficina para no ir a casa y sentir aún más su ausencia. Seguía deseándole con fuerza.

En el despacho había alguien más con ella; un compañero de su misma edad con el que no había cruzado más que unas pocas palabras en el tiempo que hacía que trabajaba allí. Se encontraron frente a la máquina de café.
--¿En viernes y todavía aquí? –preguntó ella para romper el hielo.
--Sí. La cita que tenía se ha anulado y no me apetecía estar solo en casa. Me iba a ir ya.
--Oye, ¿te apetece ir a tomar algo? --inquirió ella con rapidez--. Conozco un bar cercano muy acogedor.
--Me parece la mejor oferta que me pueden hacer ahora mismo --respondió él con una sonrisa.

La cita I

El verano parecía haberse desvanecido de repente. El cielo negro se rompió y de él comenzaron a bajar goterones de lluvia.

Al salir de la oficina le sorprendió el mal tiempo. Miró a izquierda y a derecha y se acordó de que al final de la calle había un cine en el que no había estado nunca. Fue corriendo para allí y se refugió en él. Al menos estaría dos horas resguardada. Compró una entrada para la primera película que le pareció apetecible y enfiló rumbo a su sala. Y allí estaba él, con su uniforme elegante controlando el acceso a la entrada. Hacía años que no le veía; la última vez fue una noche de verano, antes de que las circunstancias de sus respectivas vidas les separasen.
--Hola –saludó ella mirando a sus enormes ojos verdes--. No sabía que trabajases aquí. ¡Qué casualidad!.
--Hola –respondió él con una expresión de sorpresa en el rostro—. Ya ves, el mundo es un pañuelo.
Ella le entregó la entrada para que la cortase y no pudo evitar que sus dedos se enlazasen un momento con los de él.
--Antes de que entres en la sala, ¿te apetece ir a tomar algo después? –inquirió él todavía con los dedos de ella entre los suyos—. Salgo de trabajar cuando acabe esta sesión
--Perfecto –respondió ella sin pestañear.

No prestó atención a lo que veía en pantalla. Su mente no paraba de pensar y de recordar. Se habían conocido, como ocurre con todo lo bueno de la vida, de casualidad y su relación se fue fraguando café a café, película a película, libro a libro, conversación tras conversación. Un día se sorprendieron besándose, acariciándose, deseándose y cedieron al apetito mutuo. Poco podían sospechar entonces que poco después dejarían de verse por incompatibilidades horarias. Durante un tiempo se escribieron, incluso se vieron algunas veces antes de que la rutina diaria les absorbiese a ambos.

Lo sé, está a medias, pero he prometido a alguien que esta noche lo iba a colgar. El sueño me está venciendo y no soy capaz de escribir más. De verdad, hoy sí lo acabo.

Esa mirada

Esa mirada Hay miradas que lo dicen todo, miradas que te arropan, miradas que anuncian sufrimiento, miradas que te dan las gracias, otras que dicen cuánto importas a alguien…

Esa noche de camino a casa no podía olvidar la luz de su mirada sobre ella. Nunca le había visto esa expresión en los ojos. Hacía mucho tiempo que se conocían, eran dos buenos amigos que compartían lo bueno y lo malo de sus vidas; pero esa mirada…

Era difícil describirla, parecía una mezcla de gratitud y de cariño sincero, pero, sobre todo, ella tuvo la sensación que era la manera de decirle “te quiero mucho”.

Se metió en la cama aún turbada y con la mirada de él fijada en su memoria. Recordó punto por punto el desarrollo de esa noche: el teatro, la cena, la copa en la terraza de verano, la conversación animada e inteligente de siempre… y la complicidad establecida con ella. Ella. Esa noche había conocido, por fin, a la novia de él. Era una mujer espléndida, atractiva, divertida, ingeniosa, culta, inteligente; realmente eran tal para cual. No tuvo la menor duda que esa relación llegaría lejos y se alegraba, se alegraba desde lo más profundo de su corazón, porque deseaba verle feliz y nunca antes le había notado tan dichoso. Pero, ¿por qué esa mirada en el momento de despedirse?

El sueño finalmente la venció. Al día siguiente la pregunta seguía rondándole por la cabeza, pero parecía que por fin había encontrado una respuesta: hay miradas que son un regalo y ese es su verdadero significado.

El rayo de luna

El rayo de luna Para Lena, para que sepa que soñar es un regalo y nunca deje de hacerlo.

Un rayo de luna entró a través de la ventana a la habitación de Lena y se posó sobre su almohada. Ella dormía plácidamente en su camita; su sueño era profundo y no quería despertarla. Le gustaba verla dormir, pero lo que realmente le fascinaba era velar por sus sueños.

Desde que Lena nació, el rayo de luna emprendía cada noche el mismo camino: partía de la luna hacia la casa de Lena y estaba allí toda la noche hasta que el sol aparecía por la ventana.

Cada noche, el rayo llevaba a Lena un sueño diferente desde el País de los sueños. Lo escogía con mimo durante el día, pensaba en lo que a ella le podría hacer ilusión, en qué podría llevarle para que aprendiese. Le hablaba de países lejanos donde habitaban princesas, brujas, magos, duendes, hadas, piratas, gente buena y mala. Y también del mar, del cielo, de la tierra... Quería que Lena apreciase lo que tenía a su lado y supiese que no todos los niños corrían la misma suerte.

Pero una noche el rayo no acudió a la cita. Esa noche Lena durmió mal. Sus padres, Yolanda y Fernando, no sabían qué hacer para que la niña cogiese el sueño y descansase. La noche siguiente el rayo tampoco fue, y la siguiente y la siguiente. Parecía que se lo hubiesen tragado.

Y eso era precisamente lo que había ocurrido. Un enorme pez se lo tragó. El rayo decidió regalarle a Lena un sueño especial lleno de peces de colores, de algas, de corales y al ir a buscarlo un gran pez lo engulló. Nunca había comido rayo de luna y le pareció un manjar exquisito.

El rayo de luna estaba ileso en el estómago del pez. Por suerte el pez que lo tragó era de una especie que se duerme nada más comer y por eso no le había sucedido nada.

Los amigos y hermanos del rayo estaban preocupados. Nadie conocía su paradero. Formaron patrullas para encontrarlo pero ni así lograban dar con él.

El rayo sabía que mientras estuviese allí dentro nadie le llevaría sueños a Lena. Y también sabía que sólo ella podía salvarlo. Sólo si ella fuese capaz de tener un sueño por sí misma en el que soñara que el rayo era engullido por un pez y que ella lo sacaba de allí, el rayo saldría sano y salvo. Pero no sabía si había tenido suficiente tiempo para enseñarla a soñar.

Las noches de vela se sucedían en casa de Lena. No había manera de que la niña consiguiese dormir había algo que la inquietaba y nadie sabía qué era.

Una noche, su madre, miró por la ventana de la habitación de Lena y le pareció ver que la luna se convertía en un pez.

–Será el cansancio –dijo para sí–. Pero cuando Lena se despertó por tercera vez esa noche, la tomó en brazos y la llevó a la ventana.

–Mira, hija ¿Ves la luna allá a lo lejos? Pues la luna está habitada por todo tipo de seres y los sueños vienen de ahí, hay peces, piratas, dragones... Si te fijas bien, podrás ver un enorme pez.

Lena pareció comprender porque antes de que Yolanda acabase de contar la historia que había improvisado para su hija, ella se volvió a dormir. Dejó a la niña en su camita y se marchó a la suya.

Lena estaba profundamente dormida pero su cabecita era un hervidero de imágenes: parecía que su madre hubiese despertado todos los sueños que el rayo le había mandado durante tantas noches. Y por fin tuvo su primer sueño propio.

El rayo desde la panza del pez notó algo extraño, una especie de vibración que le indicó que Lena había comenzado a soñar por sí misma. Ahora sólo había que esperar a que ella tuviese el sueño mágico. Pero en realidad, eso era lo que menos le importaba porque en muy poco tiempo había conseguido su principal propósito: que Lena aprendiese a soñar.

Las siguientes noches fueron menos inquietantes. Lena dormía mucho mejor y sus padres descansaban. Cada noche la niña tenía sueños diferentes y finalmente llegó el día en que soñó que un pez se tragaba a un rayo de luna y ella salvaba al rayo.

En el momento en que esto sucedió, el pez, que aún seguía profundamente dormido, abrió la boca y expulsó al rayo de su interior.

Cuando el resto de habitantes del país de los sueños supieron lo que había ocurrido, se sintieron preocupados y aliviados a la vez. Sabían que ese pez comía de todo, pero era un habitante más de su tierra y debían aceptarlo como era. Hicieron una gran fiesta para celebrar la vuelta del rayo de luna pero él se moría de ganas de ir con Lena y volver a velar por sus sueños.

Era consciente de que una vez un niño ha comenzado a soñar por sí mismo, las visitas nocturnas se iban espaciando en el tiempo, aunque nunca se rompía el vínculo que se establecía entre un niño y su portador de sueños, ni siquiera cuando éste se convertía en adulto.

Esa noche, después de la fiesta, fue a visitar a Lena. Entró por la ventana y se posó sobre la almohada, y por primera vez fue Lena quién le contó un sueño al rayo. Se trataba del sueño más bonito que el rayo había oído jamás y decidió escribirlo como un cuento para que todos los niños pudiesen disfrutarlo.

El rayo de luna sigue visitando a Lena algunas noches. A veces es él quién le cuenta un sueño, pero otras, es ella quién le enseña nuevas historias.

La casa de las ilusiones

La casa de las ilusiones La voz de los niños de San Ildefonso le acompañaba en esa mañana, como cada 22 de diciembre desde que tenía uso de razón. Sólo compraba un único décimo al año. Iba a la administración de su barrio y pedía un número. Le daba igual cuál fuese, al fin y al cabo todos estaban en el bombo. Luego, volvía a la pequeña librería que regentaba y lo guardaba en cajita de madera que le hizo su marido poco antes de casarse. «Es para que guardes tus sueños en ella» le dijo cuando se la regaló. Desde ese momento tomó el hábito de escribir en una hoja de papel lo que anhelaba de corazón, luego la doblaba cuidadosamente y la dipositaba en la caja. Durante esos años había escrito pensando en la salud, el trabajo y el bienestar de los suyos; siempre lo hacía en forma de pequeños cuentos que tiraba cuando los reemplazaba por el siguiente.
Después de dejar el décimo en la caja, tomó una hoja de papel, cogió su vieja pluma y se dispuso a escribir su deseo para el año siguiente. Alguien la interrumpió. Un hombre joven, de buena presencia, entró en el establecimiento y muy educadamente le pidió si podía ayudarle en la elección de un libro para su novia.
–Por supuesto, caballero –respondió ella con una sonrisa.
Durante un buen rato le estuvo preguntando acerca de los gustos de la joven y finalmente salió del almacén con un libro antiguo, de hojas ya amarillentas y casi ajadas.
–Este es el libro ideal para ella. Si no le gusta, no se preocupe, que se lo cambiaré por el que quiera.
–Estoy convencido de que ha acertado con su elección. Me han hablado mucho de usted y de su capacidad para dar con el libro exacto para cada persona.
–¿De mi? –dijo ella intrigada–. Pero si sólo me conocen en este barrio.
El joven cogió su libro, la miró con una mezcla de dulzura y picardía y se fue.
El sorteo ya había terminado. Como de costumbre, la suerte había pasado de largo. Así que siguió escribiendo su sueño. Pero no dejaba de pensar en las palabras del joven.

El día de Navidad, en medio de la tertulia comentó lo acontecido tres días atrás.
–¡Bah, mamá, seguro que era alguien que quería reírse de ti! –contestó su hijo mayor.
De los tres hijos que había tenido el matrimonio, él era el menos imaginativo, el menos impresionable y cada año seguía preguntándose porqué su madre seguía al frente de un negocio que no daba grandes beneficios en vez de retirarse o dedicarse a otra cosa. Ella le contestaba que su librería formaba parte de su vida y que no pensaba jubilarse mientras le quedase ánimo para seguir frente a ella.

El primer día laborable después de Navidad, el joven volvió a la librería acompañado de su novia.
–Quería darle personalmente las gracias por su elección. ¿Sabe que hacía años que buscaba ese libro y no había manera de encontrarlo? –explicó la joven.
–Ya te dije que lo había encontrado en un sitio especial –añadió él.
–¿Especial? No sé porqué. Llevo toda mi vida al frente de este negocio, no hago más que cumplir con mi trabajo.
–Pero usted tiene un don, si me permite la observación –siguió él–. Durante años he oído hablar de usted y de él a diferentes personas. Los primeros fueron mis padres. ¿Sabe que mi padre enamoró a mi madre regalándole un libro comprado aquí? ¿Sabe que ha dado esperanza a muchas personas recoméndaloles la lectura adecuada para cada ocasión o bien escribiéndoles un cuento expresamente para ellos? Sí, ya sé que me dirá que eso forma parte de su trabajo.
La mujer estaba cada vez más intrigada. ¿Quién le había hablado de ella?

Lejos quedaba el tiempo en el que la librería era la casa de las ilusiones en forma de cuentos... Cuentos. Recordaba perfectamente cómo comenzó a escribir cuentos para los demás. Un día se presentó en la librería una mujer que quería hacerle un regalo especial a su marido, pero apenas disponía de dinero. A él le apasionaba la lectura así que el regalo ideal tenía que ser un libro. La librera repasó mentalmente el fondo del que disponía en esos momentos y no halló nada adecuado para él. La mujer se desesperanzó: ¿Qué iba ha hacer entonces? La librera la vio tan compungida que inmediatamente pensó en escribir ella misma una historia a medida. Quizá no tendría una excelente calidad literaria, pero sacaría del apuro a esa mujer. Al día siguiente el cuento estaba escrito. Nunca más supo de esa mujer y de su marido, pero a partir de ese momento, mucha gente llegaba con la esperanza de encontrar una historia para ellos.
Pero ahora todo había cambiado. Ya nadie entraba por un cuento a medida, y apenas lo hacían por un libro.
–Me gustaría pedirle un cuento para mi abuela –dijo la joven despertando a la mujer de su ensimismamiento momentáneo–. Será su regalo de Reyes.
La mujer escribió el cuento. Mientras lo hacía, tenía la extraña sensación de conocer de antiguo a la persona que lo iba a recibir.

Los días previos a Reyes fueron frenéticos. La librería estaba permanentemente llena de gente que buscaba el regalo ideal para las personas que querían. Y la librera se llenó de ilusión como cuando era niña y aún creía en los Reyes Magos.

El día de Reyes se despertó temprano y en vez de remolonear en la cama, se levantó para comprobar que los regalos estaban en su sitio, esperando a que todos los miembros de la famila se reuniesen para abrirlos. Era la tradición más arraigada en su casa; daba igual que sus hijos ya fuesen mayores y estuviesen emancipados. El día 6 de enero iban temprano a casa de sus padres para compartir con ellos la ilusión de una mañana mágica. Volvió a la cama. Le gustaba sentir el calor cercano de su marido.
–¿Ya haces como los niños pequeños levantándote para ver si han venido los Reyes? –preguntó él burlón.
–Quería que comprobar que todo estuviese en orden.
–Tengo una cosa para ti –dijo él después de besarla–. Y quiero que quede entre tú y yo, por eso no lo he puesto con el resto de regalos.
El hombre se levantó y le dio un paquete del tamaño de un folio que pesaba bastante. La mujer lo abrió ilusionada y en su interior encontró una caja idéntica a la que él le regalase muchos años atrás, sólo que más grande.
–Ábrela, cariño, por favor.
Ella obedeció y en su interior encontró los sueños en forma de cuento que había escrito desde que él le regalase la primera caja. Allí estaba la ilusión de su matrimonio, de sus embarazos, su tesón por tirar adelante su negocio...
–Pero, ¿cómo lo has hecho? ¡Si los fui tirando todos!
–Es cierto, pero sin que te dieras cuenta, yo los recuperaba.Vi de forma fortuita como te deshacías del primero y decidí guardarlos porque pensé que algún día te gustaría tenerlos.
–Sabes que eso era precisamente lo que quería, ¿verdad? Lo que ha ocurrido estos días en la librería me ha hecho pensar en toda nuestra vida, en todos nuestros sueños, en los cumplidos y en los que se quedaron por el camino. No hemos tenido una vida fácil, pero hemos luchado para llegar hasta aquí y sé que aún tenemos fuerza para seguir.

Al día siguiente volvió a la librería como de costumbre. Bajo la puerta encontró una carta escrita a mano, en una caligrafía no demasiado clara. La misiva era de la abuela para la que había escrito el último cuento. En el sobre se podía leer: «Gracias por haberme regalado la ilusión por segunda vez.»
La abrió intrigada y comenzó a leer. Ella era la mujer para la que años atrás había escrito ese primer relato. Le contaba que días después de recibir el cuento, su familia tuvo la oportunidad de emigrar para mejorar su situación y así lo hicieron. Durante años esa historia les había acompañado y les había dado aliento y contaban, a quién quisiera escucharles, como una joven que regentaba una pequeña librería les había regalado la ilusión cuando más la necesitaban. Hacía muy poco que habían regresado y su nieta, atrapada desde siempre por esa vieja historia, quiso comprobar si todavía existía ese local. Lo que menos podía ella imaginarse es que, unos días antes, su pareja, atrapada también por una historia familiar casi idéntica, requeriría los servicios de la misma mujer.

La librera se quedó sorprendida de la coincidencia y feliz de pensar que su trabajo había servido para dar un poco de alegría a los demás. Guardó la carta en su cajita para los sueños y acabó de subir la persiana del local, que había dejado a medias al ver la carta. Algo había cambiado: el rótulo de la librería había cambiado; ya no ponía «Librería» sino “La casa de las ilusiones”. Lo que ella aún no sabía era que su hijo mayor, de acuerdo con sus hermanos, fue el que encargó que hiciesen el cambio la noche de reyes para sorprender a su madre.

La figura

La figura El día de Santa Lucía era para ella el inicio de la Navidad. Cada año su abuela la llevaba a ver los tenderetes con figuritas para el pesebre, y cada año escogía una. La elección no era nada fácil; primero recorría todas las paradas con detenimiento hasta que daba con aquella imagen singular que le llamaba la atención.
Después de haber recorrido la feria un par de veces, aún no había encontrado la figurita y ya estaba a punto de desistir cuando se fijó en un ángel que estaban a punto de tirar porque tenía una ala rota.
-¡No! –gritó la niña al vendedor—. No lo tire. Me lo quedo. Envuélvamelo, por favor. Es para regalar.
-¿Para regalar? Se asombró su abuela. ¿Vas a regalar un ángel roto?
-Sí -dijo la niña segura de sí—. Es para alguien especial.
Lo guardó con cuidado en el bolsillo de su abrigo y se marcharon para casa.

Todavía no era de noche y la niña pidió si podía ir un rato a la playa. Se podía pasar horas contemplando el mar, absorta, sin hacer nada más. Esa era su mayor diversión desde que era muy pequeña, pero se había convertido casi en obsesión desde que Lena, su mejor amiga, se marchó a vivir a otro país. Le encantaba otear el horizonte intentando descubrir hacia donde se dirigían los barcos que veía navegar a lo lejos; quizá se dirigiesen al país de Lena.
Hacía unos días que alguien había aparecido en su vida por azar, una tediosa tarde de invierno, cuando la soledad que sentía le oprimía el corazón con fuerza.
-¿Qué haces sola en la playa? –Escuchó que le preguntaba una voz femenina que parecía un canto.
-Nada. Miro el mar –contestó.
La niña notó que se sentaba a su lado y se giró a mirarla. Era una mujer mayor pero aún conservaba buena parte de la belleza que poseyó en su juventud. Tenía el pelo completamente blanco y brillante y sus ojos eran glaucos como el mar.
-¿Sabes que el mar nos habla? –comentó la mujer.
-¿El mar habla? No, no lo sabía. Yo sí que le hablo y le cuento lo que me pasa, pero nunca pensé que él pudiese contestarme.
-Pues sí que lo hace –respondió la mujer-. Fíjate bien y verás como cada ola contiene un mensaje diferente. Concéntrate y lo escucharás.
La niña hizo caso a la mujer, pero no oyó nada.
-A ver, ¿ves esta ola que acaba de morir a mis pies?
-Sí -dijo la niña
-Esta ola me ha dicho que te gustaría que las Navidades no llegasen nunca.
-¡Es verdad! –exclamó sorprendida la niña.
-Y, ¿por qué? –preguntó la mujer.
-Porque me siento triste y son días en los que uno debe estar alegre, reír por todo, ser feliz... Y yo sólo tengo ganas de llorar. Sólo me siento bien aquí, mirando el mar.
-El mar te calma... Bien, eso está bien. Y además significa que eres alguien especial.
-¿Especial? ¿Qué significa eso? –inquirió la niña.
No todas las personas sienten su llamada, sólo ocurre con la gente que tiene una sensibilidad determinada para ello; pero aún eres muy pequeña para entenderlo -la mujer se quedó un rato callada, contemplando fijamente las olas—. Yo viví en el mar. Hace mucho tiempo de eso, y cada año, por Navidad, volvía a tierra para encontrarme con los míos. Era realmente hermoso –le contó sin apartar la vista del agua y con la mirada llena de nostalgia-. Tengo que irme, pequeña. Espero volver a verte. ¡Ah! Y no te olvides de mirar el buzón cuando llegues a casa.
Más por curiosidad que otra cosa, la niña abrió el buzón. Y allí estaba la felicitación de Navidad de Lena. Le contaba que vendría con sus padres a pasar las fiestas y que esperaba verla muy pronto.
La alegría de la niña fue mayúscula, pero una serie de preguntas la asaltaron: ¿De dónde había salido aquella mujer? ¿Por qué sabía que había una carta de Lena en el buzón? ¿Por qué le había dicho que era especial? ¿Por qué oía como el mar le hablaba? ¿Qué hacía mientras vivía en el mar? Había tantas preguntas que hacerle...
Al día la siguiente la mujer no apareció; ni al siguiente, ni al otro... Parecía que hubiese desaparecido de la faz de la tierra. Pero el día de Santa Lucía estaba allí, esperándola.
-Te he traído un regalo –dijo la niña nada más verla mientras le tendía la figurita.
-¿De verdad? –contestó la mujer-. Muchas gracias. Yo también te he traído uno.
-¿Sí? ¡A ver! -exclamó la niña.
La mujer le tendió un pequeño paquete que la niña abrió con rapidez.
Su asombro fue enorme al comprobar que en su interior se encontraba una figura idéntica a la que ella había comprado, con la misma ala rota e idéntica expresión.
-¡Pero si es como el que te he regalado yo!
-No -dijo la mujer abriendo el paquete que le había dado la niña-. El mío no está roto.
-¡No puede ser! ¡Esto es increíble! Pero si...
-Tranquila, cielo. No todo tiene porqué tener una explicación racional. A veces nuestros deseos y sentimientos son mucho más fuertes que la razón.
-¿Quién eres? –preguntó la niña mirándola a los ojos y algo asustada.
-Soy Glauka, tu ángel de la guarda.
-Pero si los ángeles no existen. Eso son cuentos para niños pequeños.
-No tienes porqué creerme si no quieres. Sólo quiero que sepas que estoy aquí, a tu lado, nada más. Aunque, voy a pedirte que hagas una cosa: pon el ángel que te he regalado en el pesebre. Donde quieras, pero ponlo.
La niña asintió. La mujer se levantó y comenzó a caminar hacia el mar hasta que se zambulló en el agua y desapareció.

Esa misma noche, y como era tradición en su casa, montó el belén y adornó el árbol que decoraba el salón. En un principio dudó si ponía o no la figurita, pero era una persona de palabra y decidió colocarla sobre la cueva del nacimiento. Ahora sólo le quedaba escribir la carta a los Reyes Magos. Ya hacía años que sabía que los Reyes eran los padres, pero a pesar de ello, siempre escribía una carta con aquello intangible que deseaba para las personas que quería y para ella misma, con la ilusión de ver cumplidos sus sueños.

Las clases acabaron a la semana siguiente y Lena volvió. Tenían tanto que contarse...
Lo primero que hizo Lena al volver fue ir a casa de su amiga, siempre había participado de la creación del belén y ese año no quería ser menos. Además, tenía una sorpresa que darle. Alguien con el pelo muy blanco y los ojos glaucos le había regalado una figurita que sabía que le encantaría a su amiga. Pero la sorpresa se la llevó ella al comprobar que una figura idéntica estaba sobre la cueva del nacimiento: un ángel con una ala rota. Sin que su amiga lo viese, Lena cambió el ángel del pesebre por el suyo. Porque aunque ella no lo viese, Lena sabía que, de esa manera, le había dado el regalo que tenía preparado para su amiga.

Las vacaciones pasaban muy rápido y las celebraciones se sucedían: Nochebuena, Navidad, San Esteban, Nochevieja, Año Nuevo, y, finalmente, Reyes.
La Noche de Reyes las dos amigas fueron a ver la cabalgata. Era una tradición que seguían desde que eran muy niñas y cuando pasaba su Rey favorito, cerraban los ojos, se concentraban y pedían sus regalos mentalmente.
La niña sabía que su regalo era imposible de lograr, pero aún así, lo pidió con toda la fe de la que fue capaz. Quería que Lena no se volviera a marchar.
A la mañana siguiente el salón de su casa amaneció lleno de regalos para toda la familia. Era bonito ver las caras de sorpresa de todos al abrir los paquetes.
Después de abrir los regalos, la niña fue hacia el pesebre para acercar los Reyes Magos a la cueva del nacimiento, y se quedó petrificada al ver que el ángel ya no tenía la ala rota y su cara era idéntica a la de la mujer de la playa.
“Soy Glauka, tu ángel de la guarda”, recordó que le había dicho.
El sonido del teléfono la sacó de su ensimismamiento. Lena se encontraba al otro lado de la línea. Ya no volvería a marcharse. Se quedaba a vivir allí.